Un equipo crece, va trazando su camino y madurando con el tiempo. Desde el día que fichamos por un club se supone que ya somos un equipo, pero solo el tiempo, las experiencias y las anécdotas de vestuario hacen serlo de verdad.

Al día de hoy, ya llevamos algunos viajes a la espalda y tenemos muchas cosas que contar. Pero más que eso, llevamos muuuuchas horas juntas entrenando, jugando, y sobre todo, conviviendo. A estas alturas ya sabemos quién tiene el tiro más bonito con la mano izquierda, quién coge más rebotes, cuál es nuestro movimiento de ataque más efectivo. Esto son solo ejemplos de un largo etcétera.

Sin embargo, es el carácter que el equipo va demostrando lo que realmente importa. Celebrar y disfrutar cada acción cuando todo va de cara está bien, pero es aún más fuerte la sensación de equipo cuando las cosas se tuercen y toda la gente se apoya y lucha hasta el final para darle la vuelta a la situación.

Hay equipos que en la adversidad discuten y se separan, intentando resolver el problema cada una por su cuenta. En mi equipo no. Es en estos momentos cuando se escuchan más palabras de apoyo, que nos sentimos más respaldadas, que estamos más unidas. No hay nada como equivocarse y tener a una compañera animando para hacerlo mejor, transmitiendo confianza.

Solo luchando, confiando y apoyándose es posible afrontar situaciones adversas. Así es la única manera que tiene un equipo de ganar.

Cada sábado, cuando llegamos al vestuario después del partido, se acaba la tensión: recordamos todos los momentos importantes y nos reímos con las anécdotas más divertidas. Al compartir todos estos momentos es cuando nos damos cuenta y sentimos que formamos parte de un engranaje perfecto, un colectivo, un grupo, un equipo. No concibo para esta maravillosa palabra otro significado que no sea este, que por suerte, es exactamente lo que hacemos nosotras.