Llegó ayer Gerard Piqué el último al campo de entrenamiento en la concentración de la selección española. Como si nada trascendente hubiera hecho en Touoluse, tal que fuera un día más en la oficina. Para él, lo era, por mucho que esa mirada retadora a la grada de la Roja demostrara que ese cabezazo que abatió a Cech adquiría un extraordinario valor simbólico. Y en lo deportivo, por supuesto. Llegó el último y se puso Gerard a charlar distendidamente con Iniesta, el autor ideológico de la excelente obra de España en su debut en la Eurocopa. A su lado, estaba Nolito ("¡hostia, Andrés juega conmigo! ¡Es compañero mío!", exclamó impresionado el andaluz), junto a Juanfran, Silva y Sergio Rico. Todos escuchaban a Iniesta; Piqué, también.

No se parecen en nada ambos azulgranas, pero están más cerca de lo que muchos sospechan. Tanto dentro del campo (centró Andrés, cabeceó Gerard) como en el vestuario. Tampoco es que sea amigo de Sergio Ramos, pero sabe el central del Barça, comprometido como nadie con el juego, la única vía que le ha salvado del ruido que amenazaba con sepultar su impecable carrera. En León, hace un año y un día, como si fuera una condena, empezó todo. De pronto, España entendió que Piqué debía ser objeto de burla. El, en vez de encerrarse en esa piel que resiste todo, salió con fuerza a contestar. A cada partido con la Roja , se recrudecían los silbidos.

La reconstrucción

En ningún momento, y a pesar de que la bronca fue nacional, Piqué dio un paso atrás. Va en su carácter "extrovertido", como recordó ayer Thiago. Primero replicó con las palabras (jamás se calla nada ni tiene intención alguna de hacerlo), luego se recluyó en el fútbol ("ya no estoy ni entre los tres mejores centrales del mundo", dijo en el verano del 2014 coincidiendo con la llegada de Luis Enrique al Barça), fusionando técnicas tradicionales (ruedas de prensa) con modernas vías que esquivaban al periodista. Popularizó Piqué el uso del Periscope hasta que dejó de hacerlo por su acuerdo comercial con Facebook. Pero donde él se hizo fuerte de verdad fue en el campo.

Sabía Piqué que había dejado de ser Piqué. Y trazó una hoja de ruta para reconstruirse. Aquellas palabras en la pretemporada inglesa hace dos años no iban dirigidas a nadie en particular. Ni siquiera al público o a la prensa. Hablaba Gerard para sí mismo, consciente de que entraba en una edad delicada (tiene 29 años) y había descubierto que el fútbol le llenaba más de lo que podía imaginar. Con Shakira, su compañera, y Milan y Sasha, sus hijos, se sentía más que realizado. Necesitaba, sin embargo, que el balón fluyera de nuevo. Diríase que se puyolizó un poco en su actitud, con un tono distinto en la forma pero más coincidente en el fondo de lo que él se cree.

El gol a la República Checa lo tapará todo, pero el exquisito comportamiento defensivo sostuvo a la selección en los delicados momentos --fueron pocos, eso es verdad-- difundiendo una imagen de jerarquía que le convierte, ahora sí, en uno de los tres mejores centrales del mundo.

Ya nadie, ¿o sí?, se atreverá a silbarle más. Poco le importa lo qué le digan los demás, curtido como está en conquistar batallas que tenía perdidas. Hace tiempo que él se reconcilió consigo mismo. Y no existe mayor triunfo que reconocerse. Ya no tiene qué hablar. El fútbol habla por él.