Messi juega y calla. En el silencio, ha hecho arte de tal manera que ni él sabe dónde están sus verdaderos límites, si los tiene. Cada día que pasa, Messi es mejor goleador (con Guardiola en el banquillo, claro, porque en su selección aún no acaba de funcionar) y, sobre todo, mejor futbolista. Ahora entiende el juego de forma tan simple como asombrosa.

Cuando no marca goles ayuda al equipo. Si no está fino en el remate, algo inusual, su presencia intimida tanto al rival que abre enormes huecos para sus compañeros. Pero Messi, aunque no lo diga, vive del gol. Ahí, encerrado en su diminuto cuerpo, anida un delantero voraz, con una infinita y profunda rabia interior, incapaz de darse por satisfecho. Si logra un tanto, piensa que debería haber marcado dos. Cuando firma tres, aún lamenta haber errado el cuarto. Jamás Messi se da por ganador. Siempre pierde.

Así sigue Messi. Encerrado en sí mismo. No ha hablado esta semana y ha logrado espaciar tanto sus comparecencias públicas que pasa hasta meses sin sentarse ante la prensa. Hay líderes ruidosos, encantados de haberse conocido y ufanos de que así los vean los demás. Con Messi, todo es distinto. No habla, pero juega. Calla, pero su fútbol es tan elocuente (remata mucho menos que Cristiano Ronaldo y marca más goles, 48 lleva en 46 partidos, por los 40 del portugués) como solidario: 23 asistencias revelan su generosidad.

Desde que llegó Guardiola, el único entrenador que ha conocido e interpretado el silencio de Messi, su carrera se ha disparado hasta cotas inimaginables. Desde que le dio libertad en el terreno de juego no ha parado de crecer. Logró 38 goles en 51 partidos (2008-09), anotó 47 tantos en 49 (09-10) y ahora 48 en 46. En sus cinco últimos clásicos firma cuatro tantos, pero se quedó seco en el 5-0. Dio dos pases de gol a Villa. Poco para alguien que, en silencio, ha escalado la cima, frustrado porque aún no le ha marcado a ningún equipo de Mourinho. Cuando Messi se enfada, aún es más Messi. Su presencia asusta y el Bernabéu espera.