El 9-M deja en Euskadi un nuevo escenario político trascendente más allá del ámbito de la representación en el Congreso y el Senado. La victoria del PSE, sin paliativos, le consolida y le sitúa en condiciones, por primera vez, de tutear al nacionalismo. Sin duda, el resultado ha venido muy marcado por la polarización de la campaña en torno a Zapatero y Rajoy, lejos de la configuración del legislativo, perspectiva que ya tradicionalmente ha resultado insuficiente para movilizar a su electorado. La consecuencia ha sido, por primera vez, un tránsito de voto transversal, en el que una porción significativa del voto aberzale asociado a los partidos moderados (PNV y EA) ha optado por premiar la actitud del PSOE en relación con el último proceso de diálogo de paz y, quizá, incluso alimentar la expectativa de un futuro que pudiera retomar esa misma expectativa.

El PNV se encuentra ahora inmerso en un proceso de reflexión intenso que ayer mismo apuntaba su presidente, Iñigo Urkullu, al admitir que los resultados han sido peores de lo esperado. En esencia, el PNV ha aguantado el desborde del modelo bipartidista y, nominalmente, ha sido capaz de cumplir con lo que, a simple vista, era un resultado más que aceptable, al perder solo el escaño de menos que había en juego por la pérdida relativa de población de Vizcaya. La situación le deja en disposición de convertirse en interlocutor directo del PSOE a la hora de gobernar en Madrid, aunque también le obliga a replantearse su estrategia a la hora de afrontar la eventualidad de una convocatoria electoral autonómica anticipada a este año. De hecho, en la agenda del proyecto de Ibarretxe figura esa convocatoria para otoño no son los resultados de estas elecciones generales los mejores mimbres para que el PNV la afronte. Qué decir del desplome de Eusko Alkartasuna, que pierde su escaño en Madrid y queda en precario ante el futuro electoral más próximo.

Mención aparte merece la abstención promovida por la izquierda radical. Una apuesta de control del voto que, en horas bajas, se ha saldado con los menores porcentajes atribuibles de su historia. Con absoluta naturalidad ha sido amortizado su voto en Navarra y Alava, minorizado en Vizcaya y, eso sí, concentrado en Guipúzcoa, donde el control de la militancia en municipios rurales de menor población es más sencillo.

Pero lo fundamental es que desde la perspectiva vasca se abren dos líneas de trabajo para socialistas y nacionalistas. La primera tiene que ver con el hecho de que los seis escaños del PNV en el Congreso son un activo indiscutible para asegurar las mayorías necesarias para un Gobierno en minoría del PSOE. La segunda retrata el margen de tiempo que media desde ahora hasta junio próximo, espacio en el que el PNV tratará de asentar un proceso de diálogo que no lleve la propuesta de consulta sobre derecho de decisión a un choque de trenes o a un callejón sin salida. El mutuo reconocimiento del PSOE y el PNV será una necesidad para estas dos variables, capaces de generar un tiempo nuevo si se consolidan ambas, pero en trance de provocar un grave cisma político si se acude a ellas desde una lectura exclusivamente electoral, a la vista de la cita en Euskadi este año.