En el cine de superhéroes, las historias de origen suelen funcionar como episodios pilotos, y su necesidad de detallar el nacimiento del héroe puede hacer que luego el clímax sea apresurado, y motivado más por la necesidad de que su heroísmo quede debidamente demostrado que por lógica dramática. En cualquier caso, es un peligro insoslayable, necesario para que, por ejemplo, Iron Man no sea solo un hombre metido en un traje de robot, sino algo así como el fruto bastardo de un ménage à trois entre Howard Hughes, Hugh Hefner y C-3PO. Pero es que en Iron Man el desarrollo de personaje no es solo un requisito sino su gran baza. De entrada, es un tipo de mediana edad enteramente responsable de sus superpoderes, un superhombre hecho a sí mismo. Además, es egoísta y egomaníaco, pero tiene muy claros sus defectos y se ríe de ellos. Y vive en el mundo real, así que es consciente de cuanto de cliché tiene su figura. Que el placer de conocerlo se vea multiplicado por el estupendo trabajo de un Robert Downey Jr. que oscila con garbo entre el lado fanfarrón y el sensible del personaje enfatiza las limitaciones que Iron Man aqueja cuando el intérprete permanece oculto tras la carrocería. Jon Favreau, director de actores, ofrece secuencias de acción rodadas con pulso y barnizadas de impecable imaginería digital, pero breves y livianas, rutinarias y carentes de inventiva. Su pretexto parece ser que, después de todo, Iron Man aspira a ser algo tan raro como cine de superhéroes para adultos militantes, y de ahí sus apuntes, más bien ingenuos, al negocio armamentístico, sus vagas alusiones políticas (los villanos de la historia son afganos, pero carecen de discurso islámico radical), y su patriotismo solo en apariencia liberal: puede que no haya himnos ni banderolas, pero sí una nación que busca a quien combata sus guerras por ellos, y halla a un play boy que tiene mucha gracia, un disfraz de lo más cool y más afán de protagonismo que conciencia genuina. El héroe moderno perfecto, pues.