El peronista Alberto Fernández asumirá la presidencia de Argentina el 10 de diciembre. Antes ha pedido al Gobierno saliente que quite las rejas que separan la Plaza de Mayo de la sede del Ejecutivo. Mauricio Macri las levantó para frenar la protesta social. Fernández tiene un temor que sobrepasa a las posibles movilizaciones: la deuda externa, una bomba de relojería que puede explotarle en las manos, frustrar de inmediato sus proyectos políticos y hundir más a la sociedad. Si no se desactiva, no habrá dinero para rescatar al 40% de Argentina pobre ni poner otra vez en marcha la educación, la ciencia y la salud.

A medida que se acerca el día del traspaso de poder, Fernández escucha el tic-tac de ese reloj con mayor intensidad. En el 2015, la deuda externa equivalía al 50% del PIB. Hoy se ha duplicado. En los cuatro años de gestión del nuevo presidente, Argentina debe pagar a sus acreedores 170.000 millones de dólares (154.000 millones de euros) en concepto de capital e intereses, y no hay de dónde sacarlos.

Cuando parte de la clase media y alta emprenda sus vacaciones estivales, Fernández habrá empezado su carrera contra el reloj: los intereses a pagar en el 2020 ascienden a los 39.323 millones de dólares. Por eso, Fernández ya ha avisado de que en las actuales condiciones la deuda es impagable. De hecho, Macri ya ha dejado de abonar algunos vencimientos.

Círculos de Fernández entienden que la luz verde debe encenderse antes de marzo o todo peligrará. Para obtener una quita de la deuda significativa espera contar nada menos que con el respaldo de Donald Trump y la UE.