Antes de cumplir su cuarto mes en el poder, Cristina Fernández de Kirchner oyó el ruido más inesperado desde los balcones de la presidencia argentina: el de los cacerolazos. Una protesta del campo en rechazo del aumento del impuesto a las exportaciones, y que incluye cortes de carreteras, sumó en la madrugada de ayer a sectores de las clases media y alta de las grandes ciudades. Estos ganaron las calles para expresar algo más que solidaridad con los grandes y pequeños productores agropecuarios. "Andate vete, Cristina", se oyó en zonas chic de la capital.

El Gobierno ratificó sus medidas. El ministro del Interior, Aníbal Fernández, amenazó con mandar a la policía a liberar las carreteras para garantizar la libertad de circulación. El ministro de Economía, Martín Lousteau, acusó a la oposición conservadora de conspirar junto a los grandes productores agropecuarios. Y el campo prometió redoblar sus acciones. "La apuesta es quién se quiebra primero. A ese punto crítico se ha llegado, con todas las consecuencias económicas y políticas que arrastra un conflicto de esta virulencia", señaló el diario Clarín .

DESABASTECIMIENTO La grave crisis viene de lejos, pero se desató hace 14 días cuando se anunció un incremento de los gravámenes a las exportaciones de soja, maíz y trigo. Los efectos de la huelga y los piquetes en las carreteras, que no dejan pasar a los camiones que abastecen los centros urbanos, ya se hacen sentir: faltan la carne, la leche y ciertas frutas y verduras. La escasez tiene, por otra parte, un efecto inflacionario. El precio del pollo ya ha aumentado un 20%.

En lugar de recurrir a un lenguaje conciliador, la presidenta decidió el martes echar más leña al fuego. Cargó contra los "piquetes de la abundancia". Acusó al campo de tener una "rentabilidad nunca vista". Y defendió los impuestos porque, agregó, permiten aplicar un criterio de "justicia distributiva".

Ni sus más avezados asesores habrían imaginado que la réplica a ese discurso tendría la forma de una cacerola. Familiares de productores que residen en la capital, estudiantes de la facultad de Agronomía y simpatizantes de los partidos de derechas llegaron con banderas argentinas y sus utensilios de acero inoxidable hasta la plaza de Mayo, frente a la sede del poder ejecutivo. En la madrugada de ayer, sectores del peronismo bonaerense, liderados por matones, recuperaron la plaza. El miedo a una batalla campal tuvo en vilo al país.

A simple vista, todo podría parecer un remedo de los acontecimientos que, en diciembre del 2001 y en medio de la confiscación de los depósitos bancarios de millones de personas, terminaron con la caída del presidente Fernando de la Rúa. Pero la tragedia de entonces tiene hoy aspectos de comedia. La economía argentina crece a tasas asiáticas. Han bajado el paro y la pobreza. Pocas horas antes de que las cazuelas reverberaran en Buenos Aires, el mismo país había sido escenario de las vacaciones de Semana Santa más consumistas que se recuerdan.

La presidenta heredó de su marido, Néstor Kirchner, un Gobierno con pocos frentes de tormenta en ciernes y el beneficio inédito de tener enfrente una oposición desarticulada. Prometió el diálogo amigable con el adversario y hasta la mejora de la calidad institucional. El nuevo aumento del impuesto a las exportaciones se decidió sin consultar al campo. "Cristina no persuade, solo manda", dijo Elisa Carrió, líder de la oposición.

La protesta ha llegado más lejos de lo pensado. Los dirigentes rurales pagarán un alto coste por mantenerla de manera indefinida. Una asamblea de productores lecheros aseguró ayer, por ejemplo, que de continuar la protesta deberán tirar más de un millón de litros. El Gobierno tampoco saldrá indemne de una política de intransigencia.