A principios de septiembre, Vladímir Putin, primer ministro de Rusia, no ocultaba sus ansias de desquitarse de EEUU por su decisión de hacer llegar ayuda humanitaria a Georgia con buques de la Marina estadounidense. Y no ha tardado ni un mes en materializar su revancha frente a semejante intromisión en lo que el Kremlin aún considera su área de influencia. El 22 de septiembre zarpó de la base naval rusa de Severomorsk, en el océano Artico, con destino a Venezuela, una flota de buques de guerra, con el crucero nuclear Pedro el Grande en cabeza. El Kremlin optaba por llevar hasta el mar Caribe, el patio trasero de EEUU, su confrontación con Occidente, para unos ejercicios militares sin precedentes desde la guerra fría. "Las próximas maniobras están pensadas para demostrar que si EEUU puede operar libremente en el patio trasero de Rusia, Rusia puede hacer exactamente lo mismo", apunta a este diario Michael Shifter, vicepresidente de la consultoría Diálogo Interamericano.

La escuadra rusa, que realizará unas maniobras militares conjuntas con la Armada Bolivariana de Venezuela entre el 10 y 14 de noviembre, llegará a las costas de Venezuela precedida de dos cazabombarderos Tu-160, que durante ocho días han realizado patrullas aéreas sobre el Caribe y el Atlántico sur.

De momento, todos coinciden en que este alarde naval y militar no va más allá del simple gesto teatral, que no pone en peligro el equilibrio estratégico en el hemisferio Occidental ni, mucho menos, supone una reedición de la crisis de los misiles con Cuba de 1962. Según Pavel Felgenhauer, analista militar ruso crítico con el Kremlin, "la amenaza adicional que representa el despliegue de un crucero nuclear y un puñado de bombarderos en el Caribe no es excesivamente seria" comparado con el arsenal estratégico de Rusia. Pero admite que el despliegue "es un nuevo paso en la confrontación con Occidente".