Las estrechas relaciones de la Casa Blanca con la monarquía saudí vuelven a estar bajo escrutinio. El Congreso ha abierto una investigación sobre los planes de la Administración Trump para vender tecnología nuclear a Arabia Saudí a pesar de las objeciones expresadas por sus asesores legales. El plan ha despertado sospechas por el secretismo que rodea a las negociaciones y las conexiones de altos cargos de la Administración con el consorcio de la industria nuclear que presiona a la Casa Blanca para que autorice la venta de los reactores civiles. Esos reactores servirían en principio para generar energía eléctrica, pero entre los expertos preocupa la posibilidad de que Riad utilice la tecnología para desarrollar eventualmente armas atómicas.

El temor a una carrera nuclear en Oriente Próximo lleva años sobrevolando la región por la disputa a cara de perro que libran Arabia Saudí e Irán. Unos riesgos que se han recrudecido desde que Trump rompiera el acuerdo con Teherán firmado por su predecesor para restringir el programa iraní a cambio del levantamiento de las sanciones económicas. Tanto Europa como Rusia y China tratan de salvar la entente circunvalando las restricciones impuestas por EEUU, pero su desafío es cada día más complejo por la agresiva postura de la Casa Blanca, que ha recuperado la retórica de los años de la Administración Bush, cuando se barajó un ataque contra instalaciones iranís. No es descabellado pensar que, si el acuerdo se hundiera, Teherán buscaría la bomba atómica.

amenazas / Como respuesta a las ambiciones de los ayatolás, Riad lleva tiempo amagando con desarrollar su propio programa nuclear. Una idea que empezó a formalizarse el año pasado, cuando el príncipe heredero, Mohamed Bin Salman, anunció un plan para diversificar las fuentes de energía del reino del petróleo y acomodar la demanda creciente de electricidad de su población. El plan incluye inicialmente la construcción de dos reactores nucleares para generar electricidad, pero la intención es que la cifra crezca hasta las 16 plantas durante los próximos 20 años, según la prensa saudí. El coste supera los 80.000 millones de dólares.

Bin Salman ha dejado claro que la naturaleza de su programa atómico podría cambiar. «Arabia Saudí no quiere adquirir ninguna arma nuclear, pero si Irán desarrolla la bomba, seguiremos su estela», dijo en marzo a la televisión estadounidense el hombre fuerte del régimen.

La oportunidad de negocio no ha pasado inadvertida en Estados Unidos, que pugna con Rusia, China, Francia y Corea del Sur por hacerse con los primeros contratos saudís. Antes de que Bin Salman ordenara trocear al periodista Jamal Khashoggi en Estambul y su nombre se volviera tóxico en muchos despachos de Washington, un consorcio de la industria nuclear estadounidense, liderado por oficiales retirados del Ejército, hizo llegar a la Casa Blanca una oferta para construir «docenas de plantas nucleares civiles» en Arabia, según un informe del Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, organismo de mayoría demócrata que ha abierto la investigación. La llamó el Plan Marshall para Oriente Próximo.

Como «asesor» del consorcio, llamado IP3 International, figuraba el general Michael Flynn, por entonces asesor de Seguridad Nacional de Trump, quien habría dado el visto bueno para la venta de los reactores antes incluso de que el neoyorkino tomara posesión del cargo. Entre los asesores legales de la Casa Blanca empezó a cundir el pánico, según el informe. «Las ventas de tecnología nuclear las tiene que aprobar el Congreso. El informe sugiere que la Administración Trump trató de circunvalarlo, lo cual es claramente inapropiado», asegura Tom Collina, de Ploughshare Fund, una organización que trabaja contra la proliferación nuclear.

EL AMIGO DE TRUMP / Flynn fue despedido a principios del 2017 por sus contactos con Rusia, pero otros oficiales del Consejo de Seguridad Nacional siguieron empujando el plan. No estaban solos. Uno de sus grandes impulsores es el inversor de origen libanés y amigo personal de Trump, Tom Barrack, quien recaudó millones de dólares para la ceremonia de su toma de posesión. Aquel año Barrack dijo a la prensa que estaba pensando invertir en Westinghouse, una empresa en bancarrota que se dedica a la fabricación de reactores nucleares. Westinghouse fue adquirida por una subsidiaria de Brookfield Asset Management, el fondo que rescató financieramente a la familia de Jared Kushner (yerno y asesor del presidente) después de una mala inversión en Manhattan.

Esa red de conexiones, unida a las prisas de la Administración por autorizar la venta, soliviantó a altos funcionarios, que han hecho de garganta profunda para los investigadores.