La primera vez que supe de él fue gracias a una vieja cinta de VHS que se encontraba amontonada junto a otras en casa de mis padres. Aquella cinta, que pertenecía a la colección lanzada por algún periódico, se refugiaba en una funda de cartón sobre la que se amontonada el polvo, mientras esperaba ser descubierta para convertirse, después de un primer visionado, en una de mis películas favoritas. La versión fílmica que realizó Jean-Jacques Annaud de El nombre de la Rosa me permitió acercarme al gran genio italiano que no cesaba en su afán por el conocimiento, Umberto Eco .

Después de verla por primera vez decidí continuar con el libro del italiano, y sucedió un segundo milagro --el primero tiene que ver con el descubrimiento fortuito de la polvorienta cinta--. El nombre de la Rosa se convirtió de pronto, y cuando no era más que un chaval en plena pubertad, en uno de mis libros de cabecera. Y aquel tándem, del que nunca he sabido decir cuál de las dos obras consigue estremecerme más, continúa estando presente en mis momentos de ocio.

Años más tarde volví a reencontrarme con él, pero con su faceta menos conocida para el gran público, la de semiólogo de comunicación. Durante mis años de universidad, Eco se convirtió en uno de esos autores de cabecera al que recurrían para construir las extensas bibliografías de cada una de las asignaturas, aunque en su caso, su presencia siempre fue acertada y justificada, como lo eran la de Eric Berme o Erving Goffman.

El pasado viernes nos dejó Umberto, el hombre que detestaba las frases hechas, los lugares comunes y la superioridad moral que siempre ha caracterizado a ciertas élites intelectuales italianas. Mañana será la despedida de uno de los referentes del estudio de la cultura en un acto laico, porque para el humanista nada ha sido tan importante como conocer en profundidad cada una de las cuestiones que han ido nutriendo su extensa obra, y después de realizar su tesis doctoral sobre Santo Tomás fue inevitable el distanciamiento con la Iglesia católica.