En el fondo, sabemos que la simplificación vende. Y mucho. Por eso, gran parte de esta lucha contra el coronavirus se nos ha explicado desde la impactante (y muy imprecisa) pregunta de «¿la bolsa o la vida?». Ayuda mucho en nuestro país que, supuestamente, personajes como Trump o Boris Johnson parezcan haber respondido a la cuestión anteponiendo la economía, frente a un gobierno que se ha centrado en la salud. Más allá de las palabras (o intenciones), eso no se ha probado completamente cierto.

Se ha producido un continuo subrayado de la diferencia en el enfoque de la crisis sanitaria, pero en realidad lo que se hace así es evitar responder a la pregunta. Decía esta semana el periodista norteamericano Sebastian Junger que la política de hoy se basa en la división, en una contraposición incesante. Si se detienen a mirar desprejuiciadamente (sin sesgo ideológico, porque hay para todos), se da una tentación en los líderes políticos de manejar el covid-19 en busca de una consolidación de su poder.

El desafío es responder que no hay otra contestación que no tenga en cuenta ambas. Porque en esencia terminan siendo lo mismo. Estaba claro que el virus primero ponía en riesgo la vida, y ante ello sólo caben respuestas ágiles y contundentes. Pocos países tuvieron la visión, valentía y, sobre todo, la capacidad para dar una respuesta que evitara un mayor impacto del virus. Para una mayoría, el confinamiento surgió como solución tajante que sirvió de dique de contención en la expansión de los efectos del virus. Desde luego, útil y conveniente. Pero la paralización de nuestras vidas no puede extenderse sin una planificación adecuada de la salida. Parece que olvidemos que cuando hablamos de vidas, de nuestras vidas, también lo hacemos de la economía. La situación actual pone en riesgo los dos aspectos.

Las medidas excepcionalísimas, como son las derivadas del estado de alarma, nacen para morir. Son una solución en forma de reaccionante un problema: ni son finalidad en sí misma ni pueden ser permanentes. La reactivación económica ya es una prioridad precisamente por nuestra salud: sin vacuna, sólo obtendremos una capacidad de sobreponernos al virus desde la inmunidad de grupo. Y no podemos permitir que el golpe a la economía sea más catastrófico de lo que ya es, o pondremos a miles de personas en una posición verdaderamente límite.

El confinamiento tiene, al final, algo de comodidad grupal. Hemos suspendido la normalidad pensando, claro, en que todos podremos hacerlo y que, con dificultades, encontraremos todo más o menos en su sitio. Lo que no dejar de ser un autoengaño. O peor, una falacia. El gobierno acierta al iniciar la desescalada. Acierta al exigir prudencia y responsabilidad individual. Sin embargo, parece responder a la alerta consciente que implica la propia coyuntura más que a la existencia de un plan. Que no se espera porque no existe. Y no podemos abrocharnos al prueba y error.

Una parte preocupante es la falta de protocolos en esta fase, que respondan a medidas científicas. Lo hemos comprobado con el turismo. Se imponía una cuarentena obligatoria (sin fecha de finalidad) mientras Bruselas hablado de restablecer la libertad de movimientos. Y lo que ya es de traca: mientras el propio gobierno negociaba con Alemania, Francia e Italia una reactivación turística. La misma improvisación que en el transporte, donde nadie parece tener normas claras. Exigir distancia social en aviones como recomendación, pero no como norma (algo sin sentido, por cierto).

Se han prolongado los ertes, pero se mantienen obligaciones fiscales. Se ayuda a determinados sectores, pero otros no caben en el radio de acción. Todo parece fruto de la improvisación típica del que va apagando fuegos. Nada que ver con una estrategia clara.

Con todo, la peor parte es el miedo. Nunca existirá una reanudación económica si el ciudadano tiene miedo al virus o a su futuro a corto y medio plazo. Una incertidumbre, social y económica, que hemos visto que se propaga desde los propios púlpitos gubernamentales. Que en ocasiones señalan la desescalada, diseñada por ellos mismos, más como una indeseada imposición popular que lo que realmente es (o debiera): un plan.

Es duro decirlo con lo que llevamos encima, pero sí, ahora viene lo difícil.

*Abogado. Especialista en finanzas.