Hace diez o veinte años, Donald Trump solamente era (para nosotros) poco más que un prototipo de rubicundo archimillonario norteamericano. Teníamos una vaga imprecisión del origen de su fortuna, no del todo transparente. Algo que comparte con otros muchos de su «categoría» que muestran la misma natural tendencia al exhibicionismo y a la más absoluta falta de pudor (incluso ajeno). Conocíamos sus torres y hoteles, sus salidas de tono, sus romances y sus apariciones televisivas. Un fantoche más que usaba su patrimonio como arma de proyección de ego. O si lo prefieren, alguien que decidió que quería algo más con su vida que cuidar su fortuna.

En los falsamente inocentes ochenta, se puso de moda entre cierta prensa el prestigiar el término «braguetazo». Sobran más explicaciones, especialmente porque creo que hemos ampliado hasta la náusea el concepto. El caso es que esa particular forma de emparentar con la sangre azul, el capital o cualquier otra forma de prestigio social llegó a tener cierta buena fama. Visto desde el punto de vista crematístico, entiendo que a algunos les parezca una buena idea emparentar con Trump.

En su actual partido, los Republicanos, ese debate está superado. Trump surgió con la fuerza de acumular votos en masa y se le percibía en el papel «tonto útil». El resultado se les ha revelado (y rebelado) como no tan simple y manejable, y desde luego, de escasa utilidad para el fin final. La Casa Blanca. Si emparentar con Trump tenía atractivo en un inicio, esos tiempos --que diría el «desaparecido» Bob-- han cambiado.

La división interna en el partido se convirtió en abono del prime time, con acusaciones mutuas retransmitidas para todo el país. El cisma interno era tal que no pocos se manifestaron partidarios de usar cualquier mecanismo que permitiera sustituir al candidato. Pero en un país de larga tradición democrática como Estados Unidos, los escrúpulos se impusieran a las ganas.

Por eso, las últimas declaraciones de Trump no son la gota que colma el vaso, sino más bien riada que tumba tabiques y presas. En el último debate presidencial, se negó a confirmar si reconocería un resultado electoral que le fuera desfavorable. Algo que luego matizó con una proclama testosterónica marca de la casa: reconocerá el resultado «If I win». Si gana. Ya.

La prensa española en pleno, sin diferencias ideológicas, habló de pataleta del candidato, de una falta de conciencia democrática. O directamente de barbaridad. Por eso supongo que se calificará igual la manifestación «Rodea el Congreso», convocada por Podemos e Izquierda Unida (asumí el monta, tanto…) para la investidura del sábado.

Lo quieran o no, están emparentados de hecho con Trump. Los argumentos para este arrebato populachero es que este es un gobierno de la «mafia», que ha auspiciado un golpe de estado en la izquierda socialista. Eso solo se puede comprender, con los datos en la mano, si entienden que su voto es superior al del resto. Y que las reglas solo se aplican cuando nos convienen.

Es decir, el cambio en el criterio del PSOE se debe a una votación interna en su órgano de decisión. Justo igual que cuando defendían un «no» y algunos se mostraban favorables a la abstención (por ejemplo, Vara). Pero asumían la disciplina de voto. La referencia al voto de las bases es solamente interesado: difícilmente las bases representan a un partido en este país (dividan su número por el de votantes) y por supuesto que una acción coordinada dentro del partido puede intervenir si considera que la dirección política de la cabeza del partido es poco más que un suicidio.

Ni que decir si en mayo del año pasado, Podemos y sus confluencias se hubieran encontrado manifestaciones en sus tomas de posesión en los Ayuntamientos, por ejemplo, de Madrid o Barcelona. No lo hubo, porque, por mucho que no fueran la fuerza más votada, contaban con los votos suficientes para la investidura. Y ese es nuestro sistema democrático.

Lo peor no es que emparente con Trump por lo de mañana. No es más que una anécdota, una algarada para los suyos, para que ventilen su complejo de superioridad (tan occidental). Lo peor es que emparentan por el infantilismo político: surgen cuando hay crisis, prometiendo unas soluciones mágicas que no van a funcionar. Vendiendo falsa esperanza a cambio de votos y parcelas de poder.

Les gusté o no, muchos les percibimos como iguales.