Las armas arrojadizas (lanzas, flechas, etcétera) facilitaron la equiparación entre los más débiles y los más fuertes; todavía al revólver se le llamó "el gran igualador" en el Oeste americano. Los cañones derribaron los muros feudales y ampliaron los reinos, y después los imperios. La bomba atómica de Hiroshima fue el puñetazo que mostró la posibilidad del imperio mundial, de matar y hasta rematar (overkill) el mundo entero, por los Estados Unidos, seguido por la Unión Soviética y otros países, que se repartieron ese máximo poder bélico. La pluralidad atómica llevó a un "equilibrio del terror", del que hoy se habla menos, pero que cada vez está más presente por la multiplicación de sus propietarios y la inestabilidad de algunos de ellos. El aumento objetivo del terror, se debe también a los avances en distintos métodos de destrucción masiva, como las armas biológicas, para no hablar de los atentados terroristas que acosan cada vez más a los países más poderosos. La paz sin terror estará lejos mientras no haya más justicia mundial, de lo que nos estamos alejando mucho, porque, según datos bien probados, la distribución de los bienes es cada vez más injusta a escala global. Nada, pues, más necesario para la misma paz que revertir las tendencias hoy imperantes entre los gastos militares y los gastos sociales.