¿No es frustrante observar que alguien está actuando irracionalmente, y se muestre insensible a cualquier tipo de explicación o razonamiento? Si apreciamos a esa persona, seguro que perseveramos en el intento de que «entre en razón». O, al menos, que razone su comportamiento. Con la lejana esperanza de que este proceso le ayude a «enfocar(se)». Por complicado que esto sea, porque, al final, los secuestros que nos brindan las emociones son verdaderamente difíciles de liberar.

Vivimos tiempos de trincheras.Tan propicios para usar nuestros rasgos identitarios como arma arrojadiza. Es fácil quejarnos de que la política no llega a grandes acuerdos, de la desaparición de espacios de consenso. Pero una inocente, y hasta plausible, imagen de unas risas en corrillo entre tres rivales políticos hace emerger una riada de bilis que causa pudor. Hasta, si apuramos, algo de pánico. No es que sea complicado llegar a cualquier pacto, sino que parece que hubiera miles de ojos vigilando. Para dinamitarlo.

Cataluña está sirviendo como involuntario paradigma de esto en España. De las diferencias culturales y sociales, que eran en muchos casos admiradas, se ha edificado una negación del otro, aunque sea solo para construir identificación con la comparativa. El nacionalismo ha funcionado como un refugio, dando cabida a todo tipo de perfiles. Desde convencidos a meros arribistas, de defensores de la lengua catalana hasta supremacistas de verbo fácil. Desde miembros de clases tremendamente acomodadas a (sobre todo) todos aquellos que miran con pavor el final de mes y la amenaza de nuevas convulsiones financieras.

La fe en el nuevo amanecer les ha aunado no tanto en un sentimiento (que, guste o no, es perfectamente legítimo) sino en una forma de actuar que aleja cualquier acción de verdadero diálogo. Porque lo que caracteriza este momento en Cataluña es esa falta de empatía y compresión propias de las sociedades cerradas y retroalimentadas. Era fácil saber que la reacción del resto ante el continuado desprecio sería similar.

Ocurre, además, que les ha dado rédito. Y si otros tienen una representación individualizada que les sirve para tener foco y capacidad, por qué no subirse al carro. El «éxito» genera imitadores.

Viva Cáceres. Y esto, claro, lo digo desde la pasión de saberme y sentirme cacereño. El patrioterismo, un poco en la línea de lo dicho arriba, me hierve la sangre. Tanto como la tierra chica, que no deja de ser otra forma de patriotismo. Pero de un tipo diferente. El que hace que no deje nunca de preocuparme lo que le pase a mi tierra, cómo evoluciona y qué iniciativas acoge. Aunque solo sea por mero egoísmo, porque es la casa de esa gente que ocupa lugar privilegiado en nuestros pensamientos. Cáceres Viva, sin embargo, ya es otra cosa. Lo que da la mudanza de una única palabra.

En general, las plataformas políticas de la defensa de los intereses regionales, provinciales o locales, me suenen generar recelo. Porque suele ocurrir que vengan auspiciadas por el prototipo de político profesional, al que las siglas no le importan más que la marca de su pasta de dientes. O por disensiones internas que acaban siempre en estallidos públicos. En los que el que sale, generalmente, hace gala de ardor guerrero y un recobrado amor a la patria difícilmente rebatible.

Bueno, o no tanto. Porque lo primero que me viene a la cabeza es que si antes, cuando estaba bajo el paraguas del partido, no se veía capacitado para defender los intereses después enarbolados.

En todo caso, la aparición de una plataforma política de este calibre no me inquieta por eso. Ni porque pretenda una exaltación dentro de una región, Extremadura, que ha funcionado bien junta y que es apreciada en todo el país. Tampoco porque vea que muchos hacen las matemáticas de lo barato que resulta en votos acceder a una buena butaca allá en San Jerónimo.

No. Me produce más desazón que increpemos al que pretende separar y copiemos las tácticas. Que despreciemos su falta de solidaridad y cojamos el camino de reivindicar qué hay de lo nuestro. A este paso seremos una caricatura de nuestro propio estereotipo.

*Abogado. Especialista en finanzas.