El viento antibelicista sopla con fuerza en toda Europa y los pacifistas norteamericanos, a los que se creía anestesiados por la cruzada contra el terrorismo, levantan cabeza en Washington y San Francisco. No obstante, pocas veces habrá habido tanta divergencia entre las opiniones públicas europeas, abiertamente hostiles a una operación militar preventiva y unilateral contra Irak, y la mayoría norteamericana que respalda la política exterior de Bush y sus halcones, persuadidos éstos de que el Viejo Continente está debilitado por los cantos de sirena del apaciguamiento. El Papa, líderes conservadores como Chirac y la abrumadora mayoría de los alemanes no sólo rechazan la guerra, sino que consideran que Bush no ofrece ninguna prueba concluyente sobre la peligrosidad de Sadam Husein. Por muy odiosa y cruel que les resulte la dictadura iraquí, muchos europeos consideran que la guerra entrañaría un fracaso sangriento si se produce al margen de la legalidad internacional, que exige una nueva resolución de las Naciones Unidas. Para contrarrestar la impresión de que estamos ante una intervención por el petróleo, corresponde a Washington la prueba de que Irak dispone de armas de destrucción masiva.