Ya tenemos aquí el enésimo cisne negro, el nuevo evento de ruptura, un apocalipsis más de bolsillo y una clara demostración de que los demoscópicos cotizan a la baja. Trump, en improbable (pero muy posible) giro de los acontecimientos, sucederá a Obama en el despacho oval. Conviene que piensen un poco en todo lo que muestra la futura escena.

Los análisis de la victoria, de las implicaciones geopolíticas y de las previsibles medidas económicas se los dejo a otros, probablemente más capacitados para leer la situación en la tierra de los valientes. La sociología de saldo, las perlas cultivadas de fruslería y la realpolitik de salón (de facultad) se encomienda a las redes sociales y a aquellos que declaran estar enfrente de democracias consolidadas (y en las espaldas --«back» en inglés también significar «apoyar»-- de regímenes represores).

John Maynard Keynes fue un brillante economista, tan reconocido y respetado en su tiempo como lo es hoy. Sin embargo, se le cita más que se lee. Se han llegado a denominar políticas keynesianas a engendros de gasto público a los que dudo que él quisiera ver su nombre asociado. Una de sus obras claves tiene que ver con su designación como delegado en el proceso de pacificación de Europa tras la Primera Guerra Mundial. De la sorpresa, pasó a la indignación de lo que veía se pretendía en las negociaciones con Alemania, y escribió un breve libro llamado «Las consecuencias económicas de la paz».

Diferente, con mucha carga de profundidad tamizada en su estilo más ligero, pero que (como casi siempre) fue mal entendido y leído.

Básicamente, Keynes veía que el cambio ya se había producido y que eso no era percibido por los negociadores, que era Europa entera. Le asustó la visión corta y los prejuicios que anegaban cualquier opinión y viciaban las decisiones. Denunció un cortoplacismo que se basaba en defender algo que en realidad ya no existía y que generaría en aquellos que sufrirían las cargas unas conexiones «por los más ocultos lazos psíquicos y económicos».

También argumentaba que el «contrato» puramente social que se producía para mantener a las partes en la mesa de negociación pendía del hilo del «abandono de promesas». Cuando los necesitados veían girar las intenciones en la negociación por intereses personales, anidaba en ellos la desconfianza y una suerte de humillación que les resultaba difícil de tragar. Es ahí cuando cambia el paradigma.

Me parece complicado que, inmersos en una situación determinada, metidos en el ojo del huracán, tengamos la suficiente perspectiva para entender cuándo se ha producido un cambio y cómo gestionarlo. Muchos, por ejemplo, siguen hablando de la crisis como si siguiera existiendo. Pero no yo, sino reputados comentaristas lo tienen claro: la «gran» crisis se terminó hace tiempo. No así sus consecuencias, efectos, y vicios ocultos que han visto luz en el acelerado día a día. Si aquellas eran las consecuencias de la paz, vivimos ya nuestro propio cambio de paradigma: nuestro mundo actual se construye bajo los cimientos de las consecuencias de la gran crisis.

Hay un hilo conductor que, de algún modo, reúne acontecimientos de los últimos años, caracterizados o por su espontaneidad o por la forma sorpresiva en cómo se produjeron. Vivimos en un terreno que nos niega el «eso aquí no va a ocurrir».

Hablo de Syriza en Grecia y el 15-M, de los resultados en USA y del «Brexit». Hablo de la falta de pacificación en Siria y la indiferencia en Europa frente al drama de los refugiados. Hablo del auge en los países avanzados del populismo y del extremismo (mismo perro, distinto collar). Del proteccionismo en los países y la vuelta de barreras que creíamos superadas.

Nos puede el prejuicio. Sólo alcanzamos a comprender lo que nuestra experiencia nos dicta, esclavos de una visión del mundo que no está tan extendida como creemos. Por eso creemos que son aspectos puntuales y no una riada que nace de la solución inacabada de la crisis, de la vista gorda con temas que no están -ni de lejos- cerrados y cicatrizados. Y por eso, las consecuencias son como golpes en el estómago, fuertes e inesperados.

Ahí radica el problema: dejamos que el relato lo construyan aquellos que viven de la explotación del pesimismo y de vender humo frente al miedo y la persistencia de las (consecuencias) de las crisis. Trump es un bufón, pero no el problema que la prensa europea se empeña en construir. No es el reto. Es sólo un síntoma (más).