Ya he escrito aquí, en varias ocasiones durante los últimos ocho años, que era imprescindible gobernar la globalización. Las fuerzas políticas liberal-conservadoras nunca lo han querido, porque para ellas el mundo es un espacio salvaje donde cada uno se las apaña como puede. Las fuerzas más a la izquierda cayeron, como diría el gran Pepe Mujica, en el peor vicio del progresismo, que es confundir deseos con realidad: pensaron que la globalización se podía parar. De hecho, líderes como Pablo Iglesias o Íñigo Errejón, que hoy asumen sin problema la globalización desde sus privilegiadas tribunas, fueron fieros activistas anti-globalización, quizá hasta que se dieron cuenta de que la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo.

Ser antiglobalización para un hombre moderno era como ser «antilluvia» para un hombre paleolítico: en ambos casos se convocó el pensamiento mágico para luchar contra una realidad que no gustaba, pero en ambos casos lo que hacía falta era inventar el paraguas. Sí, la izquierda ha perdido un tiempo valiosísimo en intentar frenar la globalización, cuando se trataba de gobernarla. Y ahora la gobierna el capital.

El nuevo coronavirus, descubierto en 2019 en una remota ciudad china, nos recuerda que todos los grandes temas pendientes, todos aquellos de los que dependen cosas tan importantes como nuestra vida, nuestra economía y nuestro bienestar, tienen que ver con lo que en el siglo XIX se llamaban relaciones internacionales, en el siglo XX se llamaba globalización y en el siglo XXI hay que llamar federalismo mundial. El internacionalismo de Marx, puesto al día, con permiso de Wallerstein.

El virus ha matado a un cuarto de millón de personas en el mundo en cuatro meses, y también ha provocado que el iceberg del que solo veíamos la punta muestre una parte de su inmenso volumen: países que incumplen las mínimas normas de transparencia internacional, en asuntos tan críticos como pandemias potencialmente mortales; producción de bienes de primera necesidad concentrados en naciones con mercados salvajes y regímenes totalitarios; ausencia de protocolos globales ante graves problemas también globales; instituciones internacionales frágiles, lentas, impotentes; brechas culturales entre naciones cercanas geográficamente, que evidencian el burocratismo de las instituciones frente a la necesaria empatía de los pueblos; dispersión de inversiones y esfuerzos investigadores, marcados más por la competencia que por la cooperación, en asuntos tan vitales como la salud; en fin, la tentación de repliegue nacionalista ante el mayor problema global del último siglo.

Y lo que es peor de todo: ante la contundente evidencia, un no menos contundente silencio de los mandatarios. Ya no solo en la derecha, sino —lo que es más grave— en la izquierda. Nadie haciendo un análisis serio del problema, nadie ofreciendo propuestas de futuro, nadie yendo a la raíz de aquello que seguirá determinando nuestros destinos. Orfandad intelectual, política, social.

Los mecanismos ya existen, y son muchos. Hay en el mundo más de dos centenares de organizaciones internacionales consolidadas. La ONU es un prodigio de política internacional que cuenta con un presupuesto anual milmillonario y con 193 países miembros, que podría servir perfectamente de «Parlamento Mundial»; se trata de desarrollar la magnífica labor que se hizo en 1945 con su creación, y que ahora está paralizada a causa de la obstaculización de algunos países, sobre todo EEUU. El G-20, al que pertenece España, reúne a los países con casi tres cuartas partes de la población mundial, y es un embrión de «Gobierno Mundial» que se viene desarrollando desde 1999. Contamos también con los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y con un Derecho Internacional bastante avanzado. Por citar solo los cuatro instrumentos más útiles.

Hay herramientas jurídicas y políticas, hay trabajo hecho durante los últimos setenta años, inercia histórica y, sobre todo, una imperante necesidad. Faltan líderes que lo entiendan y lo pongan en la agenda. Que convoquen a la ciudadanía al gran proyecto del siglo XXI. Líderes que se olviden de ganar las próximas elecciones y asuman la tarea de cambiar el mundo. Eso, o que la ciudadanía tome las riendas.

*Licenciado en Ciencias de la Información.