Éramos tres en la carretera: Ana, Juan y yo, en la furgoneta de Camela, como decía Juan, recorriendo institutos hace casi veinte años. Miro las fotos y nos reconozco en la mirada burlona de Copete, que encendía un cigarro nada más entrar en el coche, sin hacer caso a las protestas de Ana, y ya no callaba hasta llegar a nuestro destino. Ese año recorrimos Extremadura presentando Manual de ortografía y Soliloquio de grillos, esa maravilla. Marino y Ana, de la luna libros, nos metieron en una aventura interminable que estuvo llena de anécdotas y de risas, de enfados monumentales, porque siempre, siempre llegaba tarde, sin preparar ni un papel y se reía de mis folios sobre la mesa, cómo se nota que eres profesora, me decía, pero luego empezaba a hablar y cautivaba a los alumnos con un talento para el espectáculo que he conocido en muy pocas personas. A veces se equivocaba al dar las gracias y citaba otro pueblo en lugar de aquel en el que estábamos, o se le iba el santo al cielo, y me guiñaba un ojo, en el escenario, para que yo completara las frases que él había perdido.

De esos viajes enloquecidos, fue forjándose una amistad a ratos, entre presentaciones, cañas y firmas (más de lo segundo, para qué engañarnos), llena de la generosidad enorme que desprendía. Viajó para conocer a mi primer hijo, fuimos a ver a La Albuera su representación de la batalla, nos prestó su piso en aquellas noches de Mérida en las que aún era fácil vivir, y nada irreparable había sucedido. Llenaba los silencios como nadie, con mil historias, algunas inventadas, en las que nunca presumía de su gran talento. Decía de broma que pertenecíamos a la cuadra de Marino, pero que desde luego, él era el alazán, y los demás, la recua.

Luego, la vida, los años, hicieron que nos fuéramos viendo menos, aunque los abrazos eran de película las pocas veces que coincidíamos. Este sábado, la misma persona que nos había unido, fue la que me comunicó su muerte. Por eso, hoy, día del libro, aunque me hubiera gustado hablar de otras cosas, he pensado que era justo dedicarle una columna. Debe de ser verdad que aquellos a los que aman los dioses mueren pronto. A él debieron de quererle mucho, por el regalo de su risa, por su ironía, su humanidad, por la irreverencia con que trataba cualquier asunto que se ponía demasiado serio, por su voz ronca, por hacernos amar el teatro, por el legado de sus obras que él parecía escribir sin esfuerzo y nos presentaba como si no fueran importantes, y por todas las veces en que su humor e inteligencia me hicieron creer que éramos invencibles, que teníamos toda la vida por delante, mientras viajábamos con Ana, envueltos en el humo de su cigarro, por las carreteras secundarias hacia cualquier lugar en el que ya no volveremos a coincidir nunca.

*Profesora y escritora.