Guardo todas las listas de mis alumnos, con sus fotos. Ya dije aquí lo del síndrome de Diógenes, aunque en este caso yo no hablaría nunca de acumulación inútil. Empecé a hacerlo desde el primer curso, aquellos nueve meses de entrenamiento que me prepararon para ser profesora de casi cualquier cosa, animadora sociocultural, consejera matrimonial o instructora militar, según quisiera. Lo mejor de ese año, sin duda, fueron los compañeros (con muchos aún mantengo relación de amistad) y los alumnos, a los que de vez en cuando encuentro en estas vueltas de la vida. Estás igual, dicen, los muy mentirosos, o lo que es peor, creí que estabas jubilada, hace mucho, añaden, sin malicia, o así quiero creerlo. Y no puedes dejar de pensar que a lo mejor sacó buenas notas en lengua, pero debería haber suspendido siempre matemáticas. Luego, pasan a enumerar anécdotas, mientras luchas por rescatar de la nebulosa del tiempo una cara que tuviste delante al menos durante un curso.

Nunca pensé que fuera a pasarme como le pasaba a mi padre. A veces se encontraba con sus alumnos por la calle, y le saludaban con respeto, no exento de cariño. Él contestaba afectuoso, y parecía recordar todo con una memoria prodigiosa. Luego, confesaba alguna vez que no tenía ni idea de con quién había estado hablando. Fueron muchos años, muchos alumnos, pero a mí me parecía mentira que pudieran olvidarse. Hoy, a mi despiste con las caras ya conocido, se suma el paso del tiempo, que suele ser generoso con ellos, mucho más que conmigo. Te recuerdan porque tú eras una, mientras ellos eran cientos, y es más fácil. Hago esfuerzos por situar sus nombres e incluso confieso que ha habido ocasiones, pocas, en que acabo por hacer como mi padre, finjo recordar para no ofender a quien sí te recuerda. Otras, las caras salen de la desmemoria y me llevan a unos días en los que todos éramos otras personas. Por eso guardo sus fotos. En ellas tienen la expresión de quien tiene el mundo entero por delante. Me pregunto qué expresión tendrán ahora. Si consiguieron sus sueños, si son felices, si alguna vez les sirvió para algo lo que yo enseñaba, o todo ha quedado sepultado en un hastío del que no quieren saber nada. Cuando me encuentro con alguno, busco después su foto en mis carpetas. Y a veces, en días inciertos como hoy, cuando hojeo las listas, y pienso en qué se habrán convertido, dónde andarán, qué sentirán los que ahora dan clase a otros que nunca serán como ellos, alcanzo a comprender un poco lo que significa un granito de arena, una pizca de sal, una gota en el mar inmenso, y sé que ninguno tiene por qué agradecerme nada, pero yo les estoy inmensamente agradecida.

*Profesora y escritora.