En las profundidades del mar, rodeado de islitas cercanas, en donde el sol se acuesta cada día y las perlas existen en abundancia, yace el cadáver del viejo Prestige arrojando basura pestilente. Sirenas de larga y doradas cabelleras parecen surgir de la mar, entre nuestras islas atlánticas: Cíes, Ons y Sálvora, parques naturales, riquísimos en especies únicas, advirtiendo del peligro que corre este paraíso nacional. Unen sus llantos y quejas, con tristeza y sin ira, como dulces ecos de los versos de la tierna Rosalía, al de miles de familias, que miran cómo esa mancha de múltiples chapapotes, negra y viscosa del fuel invaden sus costas y playas, arruina los caladeros, asesina el marisco, empobrece sus rías, quizá para años. Y aplauden a los hombres duros de la mar, mariscadores azotados por el infortunio, que en más de un millar de embarcaciones luchan contra la masa pestífera, pegajosa y letal. Sin medios. Todo sirve: palas, capachos..., y hasta las mismas manos, con tal de arrancar pedazos de vida a la muerte, antes que quedarse impasibles ante el peligro. No se quedan fuera de los aplausos los miles de voluntarios venidos de todas partes, desinteresadamente, limpiando costas y playas. Su solidaridad está por encima de la carencia de guantes, mascarillas o contenedores. Aplauso y admiración a las mujeres gallegas heroínas, como María Pita, animando, llevando bocadillos y fabricando barreras de contención con sacos de cebolla rellenos de fibras y corchos.