Con la campaña electoral ya acabada, acogidos a una extraña sensación de nostalgia por lo que termina y de incertidumbre ante lo que está por venir, porque tal vez mañana cuando se abra la puerta ya no volvamos a ser los mismos de siempre, los depositarios de la rutina, los hijos de una realidad compleja, sin promesa envueltas en la fragilidad de algunas palabras, privilegiados testigos de una época irrepetible.

La actual campaña se ha caracterizado por haber empezado justamente cuatro años atrás, y porque a lo largo de este tiempo ha existido un clima de hostilidad y de falta de entendimiento que ha terminado dinamitando los escasos consensos que aún quedaban, hostilidad que se incrementó en la medida que la situación de empate mantenía todas las posibilidades intactas. Porque a pesar de que las ideologías han ido cediendo terreno a favor de otras consideraciones, aún subsisten dos modelos perfectamente diferenciados de hacer y de entender la política, y aunque haya cuestiones que conserven una aparente similitud formal, existen matices, sensibilidades y elementos diferenciadores suficientes como para poder formarse un criterio propio en cuanto a la materialización de ciertos comportamientos, y a la forma de interpretar las cosas, de ver y entender la vida.

XPORQUE LAx política ha terminado convirtiéndose en cosa de dos, y no solo por este bipartidismo que se ha apoderado de la política nacional, sino porque ambos líderes han cargado a sus espaldas con el peso de toda la responsabilidad, encarnando el personalismo mediático y omnisciente de quien está obligado a conocer todas las respuestas, convirtiendo las elecciones generales en unas presidenciales, donde todo ha girado en torno al personalismo de los líderes, a su persuasión, a su capacidad de trasmitir mensajes, a la confianza que han sido capaces de despertar.

Y tras ellos esos millones de voces incondicionales que anteponen la fidelidad a unas siglas a cualquier otra consideración, los que amparados en el seguidismo de una militancia, son incapaces de interpretar los diferentes matices de la realidad, los convencidos, los que conciben la política con la misma entereza que una religión o un credo, los que no han de enfrentarse a reflexión alguna, porque la duda es una palabra que no tiene cabida en su diccionario, los que se identifican con un partido hasta sentirlo como algo propio.

Porque instalados en la cultura de la imagen, el marketing ha pasado a ser el libro de cabecera de la mayoría de los políticos, olvidándose que lo natural y lo espontáneo es lo único que deja un poso de credibilidad perdurable; no anteponiendo la forma al fondo, el continente al contenido, el envoltorio a la realidad envuelta, convirtiendo la campaña en algo plano, monocorde y sin contraste, en algo carente de pedagogía, como esos eslóganes que pretenden sustituir con mensajes genéricos e imprecisos la profundidad ideológica que contenían los programas, o como esos mítines donde lo único aprovechable son los escasos segundos de fidelidad televisiva, y el impacto visual que, sobre el subconsciente colectivo, provoca tanta soflama unidireccional.

Se han levantado tantas expectativas en torno a los debates televisivos, que al final han terminado decepcionando, porque en sí mismos son incapaces de desactivar esa situación de empate que se ha instalado en la sociedad española, y han servido únicamente para convencer a los convencidos, porque los debates no son un fin en sí mismos, sino instrumentos al servicio de la comunicación y ésta se ha realizado ya de manera reiterada en todas y cada una de las comparecencias públicas realizadas a lo largo de toda la campaña y anteriormente dentro del ámbito parlamentario.

Atrás como sombras detenidas en el tiempo, ha ido quedando la insistencia de quienes pretenden convencer con palabras, de quienes necesitan que su mensaje llegue hasta el último rincón de la conciencia, para ello se han servido más del ataque a los proyectos ajenos, que de la concreción de los propios, ofreciéndose demasiadas respuestas contradictorias, genéricas, inconcretas e irrealizables.

Y frente a tanto ruido, a tanta publicidad y a tanto ajetreo inútil, el silencio indeciso de quien no lo tiene claro, abrumado ante el paisaje desolador que dibujaban unos y ante el disimulo contemporizador que presentan otros, incapaz de discernir sobre cuál será la llave que mejor abrirá la puerta del futuro de este país.

Porque resulta patético que después de tanta palabra vertida, de tantos desencuentros como se han vividos a lo largo de estos últimos tiempos, de tantas cuestiones debatidas respecto a aspectos fundamentales, todavía sigamos navegando a la deriva, pendiente del último gesto, o de la quietud de esa mirada que cuelga de la soledad de una farola, o de ese lema, o del recuerdo de una propuesta que no acertamos bien a concretar quién pronunció.

*Profesor