Si un hombre ahorca un galgo colgándolo de la rama de una encina en mitad del campo porque ya no le sirve para la caza, lo consideramos un desalmado y nos parece muy bien que se le castigue por semejante atrocidad. Pero si un campesino persigue a un pollo por el corral, lo captura, le corta el pescuezo para desangrarlo, lo escalda, lo despluma, lo cocina y se lo come, nos resulta de lo más típico y auténtico. Y no digamos de la matanza del cerdo, que incluso se enseña a nuestro alumnado más joven. Matanzas didácticas, les dicen. Supongo que la parte más didáctica tendrá lugar cuando el animal, forzado por unos cuantos hombres fornidos, es arrastrado hasta una mesa donde, sin importarle los berridos de pánico del pobre gorrino, le hunden un enorme cuchillo en su garganta y de allí brota un chorro de sangre que no cesa hasta que el animal fallece. La diferencia, se me dirá, es que el cazador mata por un infame pragmatismo --para deshacerse del animal--, y los otros lo hacen para alimentarse. Aún así, no lo entiendo.

No es tanto una doble moral, sino una percepción doble y diferente de hechos idénticos o incluso de un mismo hecho. Otro ejemplo más inhumano aún: un individuo armado de una pistola espera a una persona, se le acerca por detrás, le descerraja un tiro y, cuando cae al suelo, lo remata de dos nuevos disparos en la cabeza para asegurarse de que ha muerto. Dios santo, es un horrendo crimen, un asesinato espantoso. Qué crueldad. Afortunadamente al asesino lo detienen y lo condenan. Pero cuando cumple su pena varios años después, un grupo numeroso de admiradores lo recibe en homenaje con vítores, aplausos y efusiones. Es un militante de ETA. Para sus familiares y correligionarios no es un asesino, es un héroe. Un «soldado» que sacrificó parte de su vida por la causa superior de la patria vasca. ¿Cómo se puede entender esto? Qué horrible confusión. Ante estos hechos me pregunto si no sería algo parecido lo que sentirían aquellos pelotones que fusilaban a unos desgraciados en las cunetas españolas en el 36. Acabar con los «rojos», o con los «nacionales» no era un asesinato, sino una limpieza que se imponía a cada una de las dos Españas para purificarlas.

Esa dualidad es tan vieja, creo, como la misma humanidad. Es en las guerras donde asoma su versión más extrema, la que justifica los crímenes más brutales con la excusa de la defensa nacional y convierte a los vencedores en jueces de la historia y en modeladores de una posverdad mucho más falsa y terrible que cualquiera de estas mentiras inventadas para consumo de internautas incautos.

Por supuesto, hay casos menos cruentos, pero igualmente desconcertantes: en nuestro país, una parte de la izquierda antisistema rechaza la bandera española como símbolo identitario, pero se anuda al cuello el fular palestino o, en versión rapera, se pone la visera del revés, que no son sino otros símbolos que distinguen a su grupo o a su «tribu» urbana. En fin, es lo que hay.

Claro que tampoco entiendo que a un profesor de instituto, un servidor de ustedes, sin ninguna necesidad, ya desde hace años le diese por colaborar con artículos de opinión en la prensa y todavía siga en ello. O la opinión es adictiva, como las drogas y los pestiños, o muy sacramentalmente imprime un sello indeleble en la voluntad que ni el estado de emérito puede borrar. Y aquí ando, metido en esta camisa de once varas que me viene, las más de las veces, algo sobrada.

*Profesor emérito.