El ser humano es imperfecto por definición. Es cierto que hay por ahí algunos ejemplares que se acercan más a la perfección que otros. Pero, hasta los que parecen más perfectos, son un dechado de defectos. Vamos, que, en nuestra especie, parafraseando al castizo, podríamos decir que "el que no lo da de un lado, lo da del otro". O lo que es lo mismo: que todos tenemos fallas y defectos. La divergencia entre unos y otros está en la entidad de nuestras carencias y en la gravedad de nuestros pecados, esto es, si se inscriben en lo venial o se acercan a lo fatal. Entre unos y otros, la diferencia es sustancial. Pero, hasta entre los veniales, se pueden establecer escalas. El problema está en que el criterio para ordenar las faltas, a veces, resulta difuso para el personal. Y ahí poco se puede hacer. Porque, al final, casi todo depende de la educación moral que se haya recibido. Porque el bebé no discierne entre lo bueno y lo malo; lo aprende de su mamá, de su papá, de otros familiares, de los profes, y de los amigos que va haciendo a lo largo de la vida. Luego, es verdad que hay gente, con una exquisita educación moral, que decide salirse de la senda virtuosa y transgredir los principios éticos que sus mayores le inculcaron. Y otros que, después de vivir en un ambiente poco modélico, son lo suficientemente fuertes y valientes como para enderezar el rumbo zigzagueante de la trayectoria trazada por sus progenitores. Pero, como decía, no hay nadie perfecto. Quien no tiene gula, tiene envidia, quien no, soberbia, o vanidad, o lujuria, o avaricia, u orgullo, o ira, o pereza o tristeza. Algunos, tienen un poco de todo. Otros, algo de cada. Los hay que portan dosis indetectables, y los hay que tienen infestadas todas las células de su organismo. Hay, afortunadamente, mucha gente que tiene solo un poquito de algo nocivo y ya está. Pero nadie es bondadoso, inteligente, bello y agradable al 100% y durante toda su vida. Y bueno, al menos, quien es consciente de sus propios defectos, y de los del mundo que le rodea, tiene posibilidades reales de ser feliz y de estar en paz. Porque es capaz de limpiar sus abscesos, de disculpar las carencias de los demás, y de apartarse de la maldad intrínseca de los insalvables. En cambio, los ausentes de autocrítica y faltos de conmiseración, viven en un mundo tan irreal que, antes o después, acaban despeñándose hacia el abismo.