TStu ocupación era leer esquelas. Se fijaba en una, leía el barrio del óbito, miraba la edad, los ilustrísimos y posibles, y después del entierro se llegaba al contenedor de la casa del finado y recogía lo que la familia desechaba: gafas, dentadura, enciclopedia de toros, trajes impecables, zapatos... hasta un Aranzadi encontró.

Su colega trabajaba las carreteras como un ángel de la guarda . Escogía los puntos negros, circulaba entre ellos, divisaba el accidente (los fines de semana y puentes no daba abasto) y acudía el primero a socorrer a las víctimas. Lo primero, la identificación, la cartera, y el dinero. Devolvía las carteras a los bolsillos ensangrentados, llamaba por su móvil a las asistencias e, incluso, a los familiares, esperaba a las ambulancias y palpándose el bolsillo con los euros obtenidos en la exploración de monederos o con las joyas y relojes que quitaba para dejar que circulara mejor la sangre, se alejaba del siniestro mientras escuchaba las bendiciones de sus favorecidos .

El tercero era piadoso, de misa diaria y palabra aterciopelada. Se sentaba en los bancos de las iglesias y acechaba a sus víctimas con un rosario en las manos. Sus viajes al confesionario le otorgaban certificado de garantía. Procuraba oír las misas junto a damas que sonreían al recibir la paz. Luego, a la salida, su discurso sobre la soledad y lo difícil que está el mundo para los ancianos. El no lo era pero sabía envejecer en cuestión de segundos. Y lo hacía mirando cestas de la compra, bolsos, llaves de pisos y torpezas de mujeres sin vista. Después era muy fácil, tan fácil como acompañarlas, abrir una puerta y campar a sus anchas por pisos llenos de relojes de péndulo.

*Dramaturgo y directordel consorcio López de Ayala