La vuelta a los pueblos en los meses de verano forma parte de una actividad anual obligada en la agenda de muchos que se vieron forzados a abandonar su querida tierra hace ya muchos años. No veían posibilidad alguna de trabajo y “con una mano delante y otra detrás”, prepararon su pequeño hatillo y se lanzaron a la aventura de buscar nuevas tierras para abrirse camino y poder ofrecer a sus hijos un futuro mejor. Y en las nuevas tierras que encontraron y habitaron, más industriales que las que dejaban, comenzaron a hacer vida. Nacieron más hijos y se involucraron, totalmente abiertos y confiados, en una tierra que les daba trabajo y bienestar.

Pero, de ninguna manera, olvidaban su origen y cada año, en la época estival, volvían a reencontrarse con sus pueblos y con parte de sus familias que habían dejado atrás. Y al reencontrar cada verano a los amigos, se volvían a “refrescar” recuerdos que se mantenían vivos en sus memorias, precisamente por hablar de ellos cada año. Había recuerdos tristes pero la mayoría de las veces eran recuerdos alegres de una infancia y juventud que todos se empeñaban en mantener vivos en sus mentes, como guardados intactos y congelados en el arcón grande de la casona de los abuelos. Y los veranos en el pueblo transcurrían todos al son que tocaba una música de suavidad agradable y placentera.

Sin embargo, bien es cierto también que algunos de los vecinos que un día abandonaron su pueblo, posiblemente por el paso de los años o porque se han acostumbrado demasiado a la vida de la ciudad, no se reencuentran con su pueblo de manera tan amistosa y les molesta, por ejemplo, que la campana del reloj de la plaza haga sonar sus tañidos como siempre ha hecho, a cada hora que sus grandes agujas van marcando. Y aluden con enfado que el ruido no les deja dormir. Incluso dicen que repiten dos veces el sonido para molestar más como si no recordaran que el reloj de la plaza, cuando correteaban de pequeños por sus calles, siempre repetía el sonido de sus tañidos para confirmar a todos la hora dada. Algunos se enfrentan con otros vecinos incluso hasta llegar a litigios judiciales porque todas las mañanas, a eso de las cinco y media o seis, les despierta el gallo que tienen en el corral y porque además, huele mal el estiércol que hay en sus huertos. A otros, les molesta el humo que se cuela por los pequeños resquicios de las persianas y que viene de la panadería del al lado al cocer el pan cada mañana. Y a otros, les molesta la algarabía de los jóvenes y adolescentes que ajenos a todos por su edad, corretean y alegran las calles vivas de un pueblo casi muerto en invierno. Y es que algunos, que se fueron, han olvidado que un pueblo es un lugar maravilloso, sin contaminación acústica, donde todavía se pueden ver las estrellas en el cielo y donde su aire claro y puro te permite oír, con absoluta claridad, los tañidos de las campanas del reloj de la plaza. Un sitio donde te despiertan los gallos por las mañanas y donde también se sigue oyendo, en la lejanía, el soniquete de los campanillos de las cabras y las ovejas y los cencerros de las vacas que van a pastar, muy temprano, a la dehesa y donde, afortunadamente, sigue oliendo a melón, a uva y a melocotón maduro y a pan tierno, que cuece muy lentamente en el horno de leña de la tahona al abrir cada mañana.H

*Exdirector del IES Ágora

de Cáceres