Ultimamente me toca despedir a viajeros que pasan unos días en mi ciudad. Reconozco en ellos la fascinación que les produce una visita por el casco viejo de Cáceres cuando ya ha oscurecido y, por supuesto, probar un buen plato de jamón si la calidad manda. Situaciones tan prosaicas como recomendar un buen restaurante, un paseo por Los Barruecos, que tan cerca queda de la capital o, sencillamente, una visita teatralizada con mis colegas Patxi y Vicente por la parte antigua suponen, creo, una manera de ser hospitalarios, transmitir la bonanza de los extremeños allá donde vivamos.

A veces nos cuesta reconocer lo que tenemos dentro. Sobre todo lo bueno, máxime si, por desgracia, se sale poco de las mismas calles. El mejor aprendizaje vital es viajar, me enseñaron en casa, y sigo disfrutando a diario cuando, por razones de trabajo o placer, me toca hacer kilómetros enganchando conciertos. Ir de un lado a otro otorga la condición de aprendiz, confiere humildad y permite, sobre todo, ver la vida más allá de las propias narices de uno. Seguro que esto lo han oído muchas veces. No es nuevo.

Se convierte en el primer mandamiento para el viajero que acude a buscar lo que desconoce, que se juega el cuerpo y desgasta el tiempo en lugar de permanecer impasible ante todo lo que el mundo le ofrece. En uno de estos viajes, perdido entre las piedras bellísimas de la zona vieja de Salamanca, advertí por un momento que mi sensación era similar a la de escaparme por una calle de Manhattan, aunque ni el asfalto ni el ruido coincidieran en aquella mañana de invierno. No, no era la postal lo que sorprendía al visitante sino la capacidad de asombro ante tanta sorpresa. Como me sigue pasando ahora cuando marcho raudo a respirar algo de aire al casco antiguo de Cáceres. Sigo sintiéndome ignorante de lo que mucho que me queda por ver.