Tengo por el crimen el más absoluto desprecio. Tengo hija y tengo culo, dos buenos motivos para alegrarme de que todo violador sea castigado con dureza. Pero no más allá.

Es sorprendente la facilidad con que el pueblo se convierte en turba. Y, más sorprendente aún, la impudicia con que algunos se dejan llevar por la marea de los que levantan el puño en señal de venganza (pira y guillotina). Lo de opinar es libre. Incluso de lo que no se sabe (mismamente yo). Pero organizar airadas protestas, aquelarres de género y hasta linchamientos de jueces, resulta, para cualquiera que conserve dos dedos de frente, aberrante. E indignante. Yo estoy indignado, sí, pero indignado con (contra) los indignados.

Se puede ser lego en Derecho, se puede ser ignorante de cuanto manda nuestro Código Penal y de cuanta prueba obre en la causa, pero eso no da carta blanca para despotricar contra una sentencia con el único fin, fin perverso, por supuesto, de adecuarla a nuestros intereses. ¡Qué fácil es sumarse a las protestas para ganar un puñadito de aplausos, de votos o de parabienes! «¡No es abuso, es violación! ¡Terror patriarcal!» Todo al servicio de las propias conveniencias. «¡A la calle!» A la calle para condenar a unos o para absolver a los otros, según sople el viento. Es la distancia que va de Alsasua a Pamplona.

Me sorprende con qué facilidad todos estos iluminados manejan conceptos jurídicos como consentimiento, violencia o intimidación. Pero aún me sorprende más con qué facilidad desconocen conceptos no jurídicos como sentido común, dignidad y respeto. Legiones de orates (y oratas) que se pasan la presunción de inocencia por el felpudo. ¿Y si fueran, por un casual, inocentes? ¿Quién sería entonces la víctima? Hay cientos de leyes que no son de mi agrado, algunas me hieren en extremo, pero tengo devoción rendida por cuanto significa el Derecho. No hay civilización sin Derecho. Lo otro es la barbarie. Lo otro es la quema de brujas en la plaza pública.

Voy todos los años a Pamplona. De aquellos años setenta a hoy va un largo descenso a los infiernos. Me disgusta y me abochorna lo que veo. Pienso que son otras generaciones y que su mundo no es el mío. Me apena con qué bajeza se chalanea el sexo por las esquinas. Y si quieren saber mi opinión, les diré que lo de cinco armarios y una doncella en un rellano de escalera me resulta tan escalofriante como degradante. Sexo animal. Lo que, por otro lado, y salvo protesta de los vecinos, no deja de ser una opción moral al amparo del presente ordenamiento jurídico.

Yo no sé que pasó en realidad. No sé si hubo fuerza, o si por el contrario hubo consentimiento, no sé ni siquiera si hubo el jolgorio del que habla el voto particular de uno de los magistrados. Entre otras cosas porque yo no he visto los vídeos de marras. Como tampoco los han visto los que sí saben, creen saber o les conviene decir que saben, lo que pasó. No sé si los armarios tatuados son o no son culpables de tan nefando crimen. A veces hemos de asumir que la justicia se equivoqué y condene a inocentes, pero no a sabiendas, no porque lo mande la calle, la prensa o los políticos. No. No sé si son inocentes. Según el voto mayoritario de los magistrados que componen el tribunal, y a la espera del supremo derecho a una segunda instancia, son culpables. Por eso les han condenado a nueve años de prisión, que no son pocos, no lo olvidemos. Ojalá Dios haya iluminado a esos tres jueces en su siempre, y en este caso más, difícil tarea. ¡Ojalá! Porque si Dios no los ha tenido de su mano, si se han equivocado, a cinco inocentes, esos cuyos rostros veo a cada instante en todas las televisiones de este país, les hemos partido la vida. Nosotros, la otra manada.