TEtn estas fechas, los deseos de felicidad constituyen una de las formas más comunes de demostrarnos nuestros sentimientos de amistad y amor. Es sabido que una mayor longevidad y despreocupación por satisfacer las necesidades básicas traen como consecuencia que el hombre se preocupe por alcanzar metas más ideales. Una de ellas es la felicidad.

Sabemos que la felicidad es un estado límbico, una sensación inconsciente que no dominamos. En la mayoría de los casos se queda en un proceso de búsqueda y no en la consecución del bien en sí mismo.

A pesar de su carácter ideal, en el que prima más el subconsciente, los gobernantes algunas veces han establecido como objetivo de su acción conseguir para los ciudadanos la felicidad. Sirvan de ejemplo el preámbulo de la Constitución americana y, más cercano a nosotros, la Constitución de 1812. Este último texto decía explícitamente que "El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación". Frente a teorías clásicas del Estado que hacen hincapié en el bien común o en valores como la libertad, la igualdad o la justicia, en estas normas se subraya la meta de la felicidad como base del bienestar colectivo.

No deben extrañarnos estas ideas, si tenemos en cuenta que ambas leyes se redactan en tiempos del Romanticismo, en el que predomina la exaltación de los sentimientos, y que ambas tienen una inspiración masónica. El ideal masón se preocupa por conducir el espíritu por un camino de moralidad y civismo, despejado de preocupaciones y de incertidumbres, lo que indefectiblemente conduciría, según esa ideología, a la felicidad.

Aceptemos o no esas teorías, lo que hoy produce estupor es que un ministro, erigiéndose en filósofo, diga que el Gobierno a veces debe repartir dolor. Amén de que estos objetivos evidenciarían una connotación sádica del gobernante, ningún principio político encomienda esas metas al Estado. No es la consecución del Estado del Dolor, sino el Estado del Bienestar el fin de toda sociedad política.