Hace mucho que sé que mis gustos no tienen por qué ser mejores ni peores que los ajenos, y que vivir en democracia significa precisamente tener que aguantar los gustos de los demás, aunque a veces no los compartas. Esas son las reglas. Pero no estoy dispuesta a admitir que la basura con que nos inundan algunas cadenas de televisión responda a las preferencias de la mayoría. Es lo que pide la audiencia, se justifican los directivos, es la ley de la demanda. Prefiero pensar que es al revés, que predomina la ley de la oferta y los gustos se educan a la fuerza, ofreciendo a todas horas más de lo mismo. Quien solo conoce exabruptos y gritos, no puede valorar el silencio. Entre Punset y Gran hermano ha de haber un término medio. No se trata de leones del Serengueti a todas horas, pero sí de ofrecer una variedad que implique algo más que voces y cotilleos. No creo que tenga que haber sitio para todos, incluso para quienes se ganan la vida contando con quiénes se han acostado. No es ético que los niños se eduquen creyendo que ese es el ideal al que deben aspirar. Tampoco me vale el argumento de que se puede apagar la tele, si no quieres contemplar basura. Me vale otro, el de que también se puede ofrecer algo interesante, películas sin cortes, debates y hasta cosas del corazón, sí, pero no tan sangrantes. La calidad no tiene por qué ser equivalente a los gustos de una minoría, pero no puede ser que nos hagan creer que la mayoría prefiere revolcarse en la miseria ajena. Si el gusto se educa, con el tiempo y un poco de interés, al garrafón lo sustituirá algo más nutritivo, más sano y que no deje la resaca de estos lodos.