TLtos políticos se han convertido en un problema para la opinión pública sencillamente porque hablan otro idioma. Un idioma oscuro y raro que no entiende ni un camarero, que ya es el colmo del no querer que te entiendan. Porque un camarero entiende al chino que pide unas bravas y al sueco que quiere un montadito sin tener idea de chino ni de sueco, pero no entiende a un político. Es algo que a la gente de la calle nos admira. Que los políticos necesiten en el Congreso traductores de gallego, de catalán y de vasco y el camarero se las apañe tan ricamente con gente recién salida de Babel. Quizás sea porque el camarero tiene dos cosas de las que carece el político: necesidad y sentido común. Necesidad de hacerse entender y sentido común para comprender que el problema no es que seamos ricos en lenguas sino el usarlas como armas arrojadizas. Habría que rescatar aquella mentalidad que hizo escribir al Juan Ramón Jiménez de antes de la guerra que su gran orgullo era ser ciudadano de un país donde podía cantarse la alegría de vivir en varias lenguas. O la que llevó a Castelao a decir que sólo los animales están condenados a un único idioma universal. Si los políticos hablaran nuestro mismo idioma podríamos decirles que lo que en verdad necesitamos son profesores que enseñen en las aulas la riqueza cultural y la diversidad lingüistica de la península. Se acabarían los conflictos, los complejos y los traductores entre lenguas hermanas. Es una idea tan patriótica como un Día de la Fuerza Armadas, pero más barata. Cuestión de querer entenderse. Pero, claro, si no han sido capaces de entenderse entre ellos para sacar adelante una reforma educativa cómo vamos a entenderles nosotros. Por eso son un problema. Y quizás la solución sea sustituirles por camareros.