Con la comida no se juega. Esa frase retumba en la cabeza de cualquiera mientras remolonea con la cuchara el plato de lentejas. Las patatas son colmillos de vampiro y un plátano bien puede servir de teléfono de línea pero mamá ha dicho que con la comida no se juega. Que la comida es para comer. Tiene sentido y no. Porque cierto es que un plato es un plato pero también puede ser tantas cosas como una quiera. Al menos para Alberto Montes (Plasencia, 1985) un plato no es solo un plato. Él vive en un mundo al revés. Y en este sí se juega.

En su cabeza nada es lo que parece. En su cocina tampoco. En sus manos la carne es fruta y las cerezas saben a chocolate. Es el chef de las estrellas porque cocina para ellas y vive entre ellas. En lo más alto. En las de Atrio. Lo que primero cuece en su mente luego se cuece en sus fogones. Esa cocina es un laboratorio y él es su alquimista. Ahí se dedica a engañar al ojo porque al gusto no hay afortunado que lo consiga.

A simple vista queda claro que no es un chef al uso. Su chaquetilla impoluta bordada con su nombre contrasta con sus brazos tatuados. Contrasta también cómo sus manos, también tintadas, se mueven con elegancia y serenidad, con la misma calma que se respira una vez alguien cruza la puerta del restaurante más laureado de Extremadura. En esas paredes todo es armonioso, acompasado, no hay prisa. Con ese sigilo Toño Pérez, su jefe, se pasea entre sus quehaceres. La jornada de Montes arranca temprano y su tarea de hoy es moldear una sandía para que parezca un bistec. Este es su juego diario.

El amor por la cocina lo heredó de su madre aunque él no lo supo hasta años más tarde. «Yo no quería ser cocinero». Creció en Hervás, ahí se tatuó por primera vez. Muestra su ‘Fuck the police’, ahora rodeado por infinitos dibujos y formas. No sabe cuántos tiene pero si sabe que quiere seguir tintándose la piel. Es otra de sus pasiones. En la adolescencia coqueteó con la música y hasta tuvo su propio grupo hasta que la fuerza mayor e inexplicable de la madurez le llevó a la escuela de cocina de Plasencia. La rigidez de la enseñanza no parecía destinada para él porque los moldes siempre le han aburrido. «Era el peor alumno», anota Toño como un resorte, que no pierde hilo de la conversación. «Hasta que le picó el bicho», matiza. El ‘bicho’ del que habla tuvo que picarle fuerte porque a partir de ahí se rodeó de los grandes nombres. En esos primeros años pisó los fogones de Quique Dacosta, Skina y Mugaritz. En este último descubrió que esos dogmas que promulga la cocina de prestigio, como cualquier regla, estaban para cuestionarlos. Ahí empezó a experimentar con espumas, aires y nombres impronunciables heredados de los chefs franceses, la cuna de los altos gorros y la ostentación culinaria.

Personalidad no le falta y es precisamente lo que busca en un restaurante. La inspiración la encuentra en lo cotidiano. «Leo y busco en la web, con internet es todo más fácil». Para él todo es sencillo. Aunque detrás de esa facilidad hay esfuerzo y constancia. A Atrio entró con una beca y al año consiguió un contrato. Ahora es responsable de investigación y desarrollo. Lleva ya diez años. «Me dieron total libertad, me dijeron: haz lo que te apetezca». Y él se lo tomó al pie de la letra. Su máxima es una: «disfrutar y probar». El tiempo libre, el que le queda, lo dedica a viajar con el paladar. El último restaurante que visitó fue el de Dani García. Su ochenta por ciento es comida. El deporte ocupa el resto, también el cine y la música. Esta semana será embajador extremeño en San Sebastián Gastronómika. Allí ofrecerá ponencias y probará las delicias de sus compañeros. «¿No te cansas de comer?». «Nunca». Mientras sigue en la búsqueda de una nueva receta, de algo que sea pero que no lo parezca. «Hay platos que se quedan en la memoria». Su aspiración es que los suyos se queden en el recuerdo de otros. «Coged unos caramelos», anota a la salida. También los hace él. Saben a caramelo.