Hay faros en la tormenta. Así recuerdo a Cipriano Piriz en los callejones del toro. Así quiero recordarle ya para los restos. Envuelto en una honda admiración. En un respeto inmenso. Desde el primer día hasta hoy. Siempre he sentido por él esa extraña veneración, esa íntima veneración que se rinde a los hombres que uno sospecha de una pieza. Así ha sido desde el primer día que pisé Las Noras. La Olivenza del bravo. Territorio toro. Y allí, los Piriz. Herederos de su propia leyenda. Tanta era su leyenda como el pregón de trabajo que llevaban escrito en las manos. Buena gente del campo. Extremeños, cuando decir extremeños provoca que el corazón te brinque dentro. Recuerdo sus manos. De gigante. De palabra. Eso recuerdo. Eso, y sus pocas palabras.

Aquel primer día, al entrar en Las Noras, a contraluz, le vi trasteando antes de montar el caballo de picar. Se me antojó mayor para la tarea. Otros montan corceles; Cipri, ante mí, aquella tarde, de hace ya muchos años, se me apareció, sobre el de picar, como un centauro soberbio. Como si de una estampa de antaño se tratara. Portentosa. Tiré unas cuantas fotos (que es lo que hacemos los que, sin tarea, en el campo bravo estorbamos). Unos días después le entregué algunas de ellas a Cipri. En las condenadas fotos se había colado la fuerza de su brazo, la tierra de que estaban hechas sus manos. Aún guardo copia. Y las guardo para saber lo que vale un hombre cuando pelea.

Luego coincidimos mil veces. Me gustaba saludarlo allá donde me lo encontrara. Decía yo más que él; pero él, callado, lo decía todo mejor. El pasado 5 de mayo me mandó un mensaje al móvil. El último. «¿Cómo lo llevas?», me preguntaba. «¡Vamos bien! ¡Alegría queda!», le contestaba yo. «¡Ojalá pronto podamos brindar juntos!», me atreví a decirle. El sábado le mandé mi artículo sobre Joselito. Ya no me contestó. Hasta que ayer, a primera hora, Luis Reina me comunicaba la fatal noticia. Y la alegría huyó espantada al primer puyazo como si fuera una vaca mansa.

Se nos ha ido un ganadero de bravo, que es como decir que se nos ha ido un quijote. Es más, se nos ha ido un hombre bueno. Un oliventino de leyenda. Un extremeño cabal. Y ya por siempre los callejones de nuestras plazas de toros quedarán en la penumbra de no verle. ¡Hasta siempre, ganadero!