El ambicioso proyecto de reforma educativa del PP, la ley orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), nació ya en el 2014 con pies de barro. Incluso antes de ver la luz, la también conocida como ley Wert fue cuestionada por organismos afines al Gobierno como el Consejo Escolar del Estado, que vio en ella «deficiencias técnicas». Los maestros, los estudiantes y la calle la rechazaron de pleno. Ahora, cuatro años y dos meses después de su aprobación en el Congreso, con el único apoyo del partido de Mariano Rajoy, aquella normativa que hipotéticamente debía poner fin al fracaso escolar en España, homogeneizar los contenidos que estudian los alumnos y, de paso, «españolizar a los estudiantes catalanes», como dijo su promotor, el entonces ministro de Educación José Ignacio Wert, es apenas un espejismo lejano de lo que sus ideólogos diseñaron.

De las cuatro medidas más polémicas previstas en aquella LOMCE inicial, tres de ellas han caído por el camino y no han llegado prácticamente ni a aplicarse. Las más controvertidas, las reválidas que debían superar los estudiantes al final de primaria, de la ESO y de bachillerato para obtener el título, son hoy poco más que unas pruebas de competencias básicas, a las que no están siquiera obligados a presentarse todos los alumnos y que no condicionan en absoluto su futuro académico.

Con la modificación de las reválidas, que habían desaparecido del sistema educativo español a principios de los setenta, también se puso coto a la posibilidad prevista en la LOMCE originaria de que las escuelas elaboraran ‘rankings’ o clasificaciones a partir de los resultados obtenidos.

La separación de estudiantes a los 16 años (en cuarto de la ESO), otra propuesta del texto primigenio muy discutida sobre todo por los pedagogos, ha quedado en agua de borrajas, ya que la gran mayoría de comunidades autónomas ha buscado fórmulas alternativas para no tener que segregar a los chavales según su rendimiento académico, como pretendía la ley.

VARAPALO DEL CONSTITUCIONAL / La tercera medida, la conversión del castellano en lengua vehicular en aquellas autonomías en las que no lo era (es decir, en CataluÑA), quedó desactivada la semana pasada, cuando se conoció que el Tribunal Constitucional ha tumbado el cheque de 6.000 euros con el que Wert pretendía pagar la matrícula a los alumnos que quisieran escolarizarse en ese idioma en Cataluña. El actual titular de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, ha anunciado que acatará la sentencia, lo que deja en el limbo a medio centenar de familias, a las que se les había reconocido la subvención.

La única superviviente en este proceso de descafeinización de la LOMCE es, de momento, la Religión, que Wert elevó a materia «de oferta obligatoria y evaluable». Esto significa que todos los colegios españoles están obligados por ley a poner a disposición de las familias la asignatura y, por tanto, a contratar un profesor, previamente seleccionado por la Conferencia Episcopal. Que la Religión sea evaluable, cosa que no ocurría con la anterior ley educativa (la LOE), supone que su nota cuenta para la media académica de los alumnos e influye, por ejemplo, a la hora de optar y obtener una beca.

«Es una ley que nació sin consenso, mal y con un corte ideológico muy sesgado», reflexiona el catedrático de Pedagogía de la Universitat de Barcelona (UB), Francesc Imbernón, miembro del Foro de Sevilla, un organismo formado por académicos de toda España contrarios a la ley Wert. «En las condiciones actuales, es muy difícil ya que la LOMCE se implante en su totalidad, sino que lleva el camino que antes o después se derogará», prosigue Imbernón. «Y esperamos que se puedan recuperar tantos desaguisados educativos de esa ley y en su lugar se promulgue una normativa no segregadora, de mayor equidad y democracia», concluye el profesor de Didáctica y Organización Educativa de la UB, que sigue con atención las conversaciones que desde hace unos meses se están manteniendo en el Congreso para redactar un Pacto de Estado de Educación.

EMBAJADOR EN LA OCDE / En el freno a aquellas evaluaciones externas de Wert fue decisivo, recuerda Imbernón, el cambio de gobierno que hubo en un puñado de comunidades autónomas en las elecciones del 2015. El PP perdió entonces la hegemonía en la Comunidad Valenciana, Islas Baleares, Aragón, Navarra y Castilla-La Mancha, entre otros, y los consejeros de Educación que surgieron de aquellos comicios en esos territorios se unieron al frente de autonomías anti-LOMCE hasta entonces formado por Cataluña, País Vasco, Andalucía, Canarias y Asturias.

Para entonces, había sido nombrado por Rajoy embajador de España ante la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), el organismo que elabora, entre otras cosas, las pruebas de evaluación del Informe PISA, en las que España lleva años ocupando posiciones bien discretas.

El padre de la LOMCE, que ocupa su plaza desde julio del 2015, disfruta de un piso en el número 41 de la lujosa avenida Foch de París de 500 metros cuadrados (por el que el Gobierno español paga un alquiler de 11.000 euros al mes), tiene dos personas de servicio también pagadas por el Estado y coche oficial con chófer, además de un sueldo de 10.000 euros al mes más gastos de representación.

Irene Rigau, que mantuvo muchas horas de negociación con el ministro Wert durante los años de alumbramiento y arranque de la LOMCE, en calidad de consejera de Enseñanza de la Generalitat, está convencida de que el principal objetivo de aquella normativa era «minar las competencias autonómicas y recentralizar el Estado».