TLto peor de los veraneantes no es que se vayan, sino que además, se despiden. Y es un sinvivir. Porque resulta que no ves a tu hermano desde su cumpleaños, que fue en marzo, no te encuentras con tu cuñada desde las rebajas de enero y no hablas con tu cuñado desde la cena de Nochebuena y resulta que ahora, con motivo del veraneo, los tienes que ir a ver, como si en vez de irse una semana a Matalascañas, se marcharan a una plataforma petrolífera del mar del Norte y ya no volvieran por aquí hasta el 2007, que por cierto, tampoco estaría mal. Pero no, vuelven el lunes que viene y, esto ya es la repanocha, anuncian otra merienda de celebración del retorno con sesión de fotos incluida. Y a ver quién es el guapo que pone una excusa y se escaquea porque a tus suegros y a tus padres les encanta preparar estas meriendas: "Al fin y al cabo, hijos, es la única manera que tenemos de veros a todos juntos". Pero qué más les dará vernos juntos que por separado.

La situación empieza a resultar insostenible. En una columna les referí la cantidad de actos sociales familiares a los que he de acudir desde que me he venido a vivir cerca de la parentela. Creo recordar que me salían 45 al año sin contar bodas, bautizos, comuniones ni festejos de amigos, primos y colegas del trabajo. Pues bien, ahora hay que sumarle también las despedidas y los reencuentros de los veraneantes. Menos mal que a éstos no hay que llevarles regalos y lo peor que te puede pasar es que vuelvas a casa con un imán de la torre Eiffel que llenará de cosmopolitismo la puerta de la nevera.