TAt eso de las cinco de la madrugada salí al balcón y me puse a aullar y a ladrar como un lobo en celo. Los perros del barrio, que no son lo que se dice unos lumbreras, tardaron unos minutos en captar la indirecta y unirse a la tertulia. Pero luego estuvimos como dos horas dale que te pego, hasta que los vecinos empezaron a nombrar a mi madre, y decidí dejarlo. Al fin y al cabo ya eran las siete de la mañana, así que me metí en una cafetería, abrí una cajetilla de cigarros y me puse a fumar junto a un matrimonio que se desayunaba tan ricamente con sus dos hijos pequeños. Yo no fumo nunca, pero admito que cuando se trata de incordiar no tengo límites. La madre de las criaturas me dijo que lo que yo no tengo es vergüenza. Cierto, no tengo vergüenza, señora, pero tengo derecho, porque, ya ve usted, a los sinvergüenzas la ley nos ampara. Así que seguí fumando y ellos tuvieron que irse con sus niños y sus pulmones a otra parte. Acto seguido me monté en un autobús repleto de gente, saqué mi móvil y a voz en grito narré una operación de hernia y dos capítulos de mi mili, que no tienen desperdicio. La gente me miraba con desprecio, como si yo fuera el guionista de la película Lope o algo peor, pero como yo los miraba con los ojos de Rajoy cuando abraza al Santo de Compostela, no decían nada. Volví a casa, me calcé los zapatos de tacón de mi señora y paseé por el piso hecho una reina. Aprende, vecina. Luego me di una vuelta en coche por el pueblo. Las ventanas bajadas y, a toda pastilla, la música de Melendi. En los semáforos en rojo subía el volumen. Regresé a casa sólo cuando reventé los altavoces. Agotado, pero qué alivio. Mi mujer cree que hay días que estoy para que me encierren. Y no es eso. Es solo que soy aprensivo y a veces pillo sarpullidos de normalidad.