Cada cierto tiempo sufro un bloqueo emocional en el cine que me impide ver la película hasta el final. Los psiquiatras dirán que se trata de un ataque de pánico, o algo parecido. Mi caso es ya patológico. Alguna vez he acabado aferrado a los brazos de mi asiento, tenso y sudoroso, esperando que suene la campana, como si en vez de ocupar una inofensiva butaca de cine estuviera sentado en la silla eléctrica. En mi descargo diré que no revivía esta circunstancia desde 21 gramos , interpretada por Sean Penn y Benicio del Toro . Su violencia emocional me expulsó con tanta urgencia de la sala que no me percaté de que también estaba protagonizada por mi admirada Naomi Watts .

No soy un espectador especialmente sensible. Prueba de ello es que he disfrutado con películas demoledoras como Ken Park , de Larry Clark , o ciertos filmes brutales sobre el holocausto nazi. Pero resulta que en esto, como en casi todo, uno no elige la intensidad de sus emociones y cuando se quiere dar cuenta está ya al borde del precipicio.

El pasado sábado fui a ver 300: La madre de todas las batallas . Como la sala estaba casi llena tuve que ubicarme en una de las primeras filas. Enseguida supe que me iba a costar mantener el tipo. Los valerosos espartanos no ganarían la Batalla de Termópilas, pero a mí me dejaron K.O en el minuto 21. Demasiados minutos cuando uno siente que su corazón está a punto de dejar de bombear sangre. Probé suerte en otra sala con Atlas de geografía humana . Aguanté media hora. Gracias a aquella por excesivamente lograda, y a esta por infumable, he superado mi récord: dejar a medias dos películas en la misma noche.