TUtn colega en una boda. El banquete se celebra en unos de los templos de la gastronomía vasca. Huele a caca de vaca. Pide una cerveza, le traen dos, uno de los camareros se mosquea con él y lo demuestra. Si sucede algo así en una boda en Extremadura, al día siguiente la sección de cartas al director echa chispas. Los extremeños partimos en hostelería de una situación de complejo y eso nos hace ser más exigentes que nadie. Cuando viajo, llevo una libreta donde apunto curiosidades. En el cuadernillo de este verano tengo varias hojas dedicadas a barbaridades hosteleras.

Veamos algunas. Gijón, restaurante La Dársena, junto al antiguo puerto pesquero: no había cerveza un lunes a las dos de la tarde, tardaron 50 minutos en traerme una chopa a la espalda, el tubo del aire acondicionado desaguaba en un recipiente de plástico a mi espalda y el cubo de la basura estaba en una esquina del comedor. Bilbao, plaza Nueva, cuatro de la tarde, día de fiesta, me siento en una terraza, pido café... Se ha acabado el café. Me voy al Guggenheim, pido un café en la barra, tardan 13 minutos en servírmelo. Ceno en un restaurante muy divertido llamado Salero: todo guay, todo moderno, pero el camarero fuma, va en chancletas y enseña los calzoncillos (no una tirita del calzón, sino el calzón completo). ¿Se imaginan que sucediera esto en un restaurante extremeño? Clamaríamos al cielo. En el norte nadie se inmutaba. ¿Para qué si todo el mundo dice que son los hosteleros más profesionales de España? Moraleja: gana la batalla de la imagen y échate a dormir.