THte sentido nostalgia al ver, demasiados años después, Karate Kid , una película que ha resistido la erosión del paso del tiempo sin perder la frescura que hizo de ella un éxito de taquilla en los 80. Al igual que aquel aspirante a karateca, yo era joven y delgado y anhelaba aprender trucos con los que golpear al destino que me había tocado en suerte. Pero, a diferencia de este chico, no tuve un maestro nipón que me diera sabias lecciones. Hube pues que abrirme paso casi a oscuras, pobremente iluminado por las luciérnagas de la frustración.

El cine miente, siempre miente. Por eso vamos al cine: para ser mentidos; y Karate Kid lo hacía --y hace-- muy bien. Los adolescentes de los 80, como los adolescentes de todas las décadas, vimos en esa historia de chico-pobre-que-hace-sus-sueños-realidad un espejo en el que reflejar nuestros propios sueños. No sabíamos, o no queríamos saber, que una película está construida sobre andamios narrativos que requieren dinero, tiempo, esfuerzo y una puesta en escena que a su vez precisa la interpretación de actores orquestados por la batuta de un director. Los jóvenes no disponíamos de tantas oportunidades, y antes o después aprendíamos que mientras las vidas de nuestros actores preferidos llenaban salas de cine enteras, la nuestra no podría llenar ni el ropero.

He visto Karate Kid con nostalgia, con los ojos del joven ingenuo que un día fui, lleno de ilusiones vanas, cuando me esforzaba en dar cera, pulir cera sin posibilidad de victoria porque yo mismo era mi peor enemigo. Ahora me reconforta saber, como recordaba el maestro nipón, que ganar o perder no importa.