TRtara es la ciudad que no conserva al menos una --la definición es mía-- librería subterránea. Me refiero a aquellas en las que los libros se venden- si no hay más remedio. Pequeños locales marginales pobremente iluminados donde miles de libros nuevos y de segunda mano, desordenados en baldas desfondadas, respiran a duras penas bajo toneladas de polvo. Nada en estos museos del saber recuerda al siglo XXI. El librero suele ser un señor de mediana edad (siempre de mediana edad: por él no pasa el tiempo) que en los ratos muertos (es decir, casi todos) descansa apoltronado en un asiento estratégicamente ubicado frente a la caja registradora: así ahorra energías a la hora de cobrar. El asunto se complica cuando el cliente solicita un título determinado. Al carecer de ordenador, el éxito de la compraventa depende de la memoria del librero, que a su vez depende de si ha dormido y desayunado bien. Hablo de esos libreros que nunca acaban por traerte el libro prometido y que cuando vas a recogerlo por enésima vez sentencian "Vuelva usted mañana", como en el artículo de Larra . Ese dependiente que no distingue entre Malraux, Maurois y Mauriac y que tras escuchar tus explicaciones sobre las diferencias entre unos y otros se limita a decir: "¡Ah!". Ese librero que no ha leído a Borges ni Bashevis Singer pero que está al tanto de todos los cotilleos de los escritores locales y a la segunda visita a su local te tutea porque ya sabe todo de tu vida y viceversa.

Rara es la ciudad que no conserva al menos una librería subterránea. Son estas librerías decadentes, obsoletas y anárquicas --lo diré ya-- las que más me gustan.