TNtadie duerme en la calle por gusto propio. Nadie se pone a merced del viento, del sol y de la lluvia, de los niñatos sin escrúpulos, de los nazis que te queman en la noche, de los proxenetas que te explotan las entrañas. Nadie que no sea Diógenes vive en la calle como un perro por propia voluntad. En Extremadura, por fortuna, no es frecuente ver a personas durmiendo en los soportales de los bancos, alicatada su miseria con cartones y periódicos atrasados. Por eso cuando un extremeño visita Madrid es imposible que no se le caiga el alma a los pies a cada paso, porque no hay esquina sin su pobre de pedir y su metro cuadrado sin su porción inevitable de miseria. Es evidente que Gallardón está en lo cierto: algo hay que hacer, por humanidad y por decencia, pero no precisamente mudarlos de sitio como a trastos que se esconden cuando llegan las visitas. Hay que tomar medidas, pero humanitarias, reales. Esa medida que propone no es más que un parche electoralista y sin ética, pero que no hace al problema menos real ni menos urgente. El problema es la miseria que crece, el desempleo, las deudas que atosigan, el hombre convertido en número y el dinero en Dios. Y la máquina de crear penurias funciona a pleno rendimiento. Telefónica, que este año ha aumentado sus beneficios en un pellizco importante, tiene pensado recortar su plantilla. La Banca, que, como Lanzarote del Lago, nunca se vio tan bien servida, seguirá subiendo tasas y despidiendo gentes. Cada vez es más ofensiva la distancia entre ricos y pobres. Y, a decir de los expertos, seguirá aumentando. Tiene razón Gallardón: un hombre que duerme en los soportales de un banco aplastado por la miseria es un espectáculo vergonzoso. Pero el enemigo no es el hombre. El enemigo es la miseria.