El tiempo es un alambique que tiende a atemperar cualquier tragedia. Y así, 33 años después de que Chernóbil sufrió el accidente nuclear más grave de la historia, un liquidador —con este nombre se bautizó en la Unión Soviética a los 600.000 bomberos, militares, mineros y voluntarios heroicos que acudieron enseguida a paliar los efectos más graves de la catástrofe— dirige hoy un negocio, con el aval del Ministerio de Desarrollo Económico y Comercio ucraniano, que ofrece a los turistas visitas guiadas por la zona de exclusión, de 30 kilómetros en torno al complejo. Un proyecto con la pretensión de «descontaminar los cerebros».

Sergii Mirnyi (Poltova, actual Ucrania, 1960), que así se llama el liquidador, fundó su empresa hace una década, y asegura que de un año a esta parte, a rebufo de la miniserie de televisión Chernobyl, producida por HBO, las llamadas y los correos electrónicos interesados en el periplo nuclear se han duplicado; están casi desbordados. Si el año pasado atendieron a 70.000 visitantes, este año esperan que la cifra aumente hasta los 150.000. ¿Turismo negro? Él lo niega; prefiere llamarlo «turismo existencial». ¿Frivolidad? Tampoco; asegura que reeducan.

Mirnyi, químico de formación, visitó recientemente Barcelona para participar en el congreso Ricomet, dedicado a estudiar los aspectos humanos y sociales de la radiación, unas jornadas internacionales, coorganizadas por ISGlobal y La Caixa. Acostumbrado a dar conferencias por el mundo, es autor de varios libros sobre la materia, también de ficción, como La comedia de Chernóbil. Según su planteamiento, ha llegado la hora de acometer la «limpieza mental»: «Aun cuando la radiación es ahora 1.000 veces menor que en los primeros días del desastre, la percepción y la imaginación humanas persisten en considerar la zona como letalmente peligrosa, y esto causa un daño tremendo a las personas y a nuestros países» (Rusia, Ucrania y Bielorrusia). Los medios y las redes sociales, apostilla, «son tan peligrosos como las nucleares en el tiempo de Chernóbil». Uno de los eslóganes de la empresa dice: Chernóbil, un destino radiante.

EXCURSIONES A MEDIDA / Para contrarrestar la sobresaturación de medias verdades, asegura, su empresa, Chornobyl Tour (www.chernobyl-tour.ua), diseña excursiones a medida, desde una tarifa mínima de 100 dólares (unos 88 euros) y según el interés particular del cliente: la ciencia, la fotografía, la botánica o la historia, por cuanto la localidad de Prípiat, a dos kilómetros de la central, se conserva tal cual, como una burbuja soviética en tiempos de Mijaíl Gorbachov, antes de que sus 50.000 habitantes tuvieran que ser evacuados a la carrera 36 horas después del estallido del reactor número cuatro. Una ciudad fantasma, con su noria vacía. Los tours ofrecen también la posibilidad de conversar con supervivientes o bien con los samosioli, personas que se reinstalaron en la zona muerta por su cuenta y riesgo. Entre guías y empleados en la tienda de suvenires, Chornobyl Tour da trabajo a unas 50 personas.

Pero ¿y el peligro?, ¿ha desaparecido? «La radiación de permanecer un día en la zona de exclusión es la misma dosis que se percibe durante una hora de vuelo», asegura Mirnyi. Desde luego, va por barrios. Marcados los índices de radiactividad sobre un mapa, este asemejaría un estampado de camuflaje: el reactor número cuatro, recubierto por un caparazón de acero —se construyó en el 2016 sobre el sarcófago primigenio de hormigón—, continuará siendo radiactivo durante los próximos 20.000 años. Y el bosque rojo que rodea la ciudad de Prípiat tampoco ha sido descontaminado por completo, si bien la fauna (lobos, jabalís, corzos y ciervos) parece medrar aislada de la especie humana. Otros puntos de la zona de exclusión, sin embargo, presentan una radiactividad de entre 0,2 y 0,6 microsieverts. O sea, muchísimo menos que una radiografía de tórax. Eso dicen.

Por esta razón, por los niveles variables de contaminación, los turistas no pueden aventurarse en solitario en los parajes alrededor de Chernóbil y deben seguir un protocolo estricto: la ruta marcada, camisa y pantalón largos, nada de chancletas ni posar objetos sobre el suelo, donde se depositan los isótopos de cesio-137 y estroncio-90. Al final de la visita, pasan por un dosímetro. También los empleados de Chornobyl Tour se someten periódicamente a análisis, y sus niveles de radiación están «dentro de lo normal».

ESTIGMATIZACIÓN SOCIAL / «Míreme, estoy bien sano, con las cosas que me corresponden por la edad; cuando voy al médico, nunca le digo que estuve en Chernóbil en 1986». El experto sostiene que nuestro cuerpo dispone de un sistema multicapa de protección celular en constante funcionamiento para eliminar virus, bacterias, microorganismos y también la radiación. «Como animales sociales, somos más vulnerables a los factores psicológicos», y aduce tanto estigmatización social que sufrieron muchos liquidadores como el hecho de que las compensaciones monetarias que percibían los empujaban a persistir en la enfermedad, en la apatía.

Aunque este argumento podría levantar ampollas, entre la maraña de datos sobre las consecuencias de la catástrofe, solo algunos datos emergen diáfanos, indiscutibles: que el accidente lanzó a la atmósfera 400 veces más radiactividad que la bomba sobre Hiroshima; las 31 personas, entre bomberos y empleados de la central, que fallecieron de inmediato tras el estallido, y los 1.800 casos documentados de cáncer de tiroides infantil. En su momento, la Organización Mundial de la Salud (OMS) aventuró que, de las 600.000 personas contaminadas, unas 4.000 morirán de algún tipo de cáncer, pero resultará imposible vincularlos directamente con la radiación.