El tipo venía de un tiempo en el que casi todo sucedía de otra manera y el fútbol era comida de manadas, entretenimiento y distracción muy útil para obviar lo que de importante sucedía alrededor. Hubo entonces quien -como él- hablaba al respecto de manipulación populachera y resolvía no asistir a esas excesivas manifestaciones de masas y gritos, no solo por lo ruidoso del asunto y la horterada generalizada, sino porque en realidad no le encontraba el gozo a presenciar dos horas de furia balompédica. Prefería la reflexión, el cine, la lectura, incluso el tenis que siempre resultó -cuando menos- más silencioso. Así vivió. Asentado en sus días, tranquilos a veces, medio revueltos otras, pasando de las trincheras a la normalidad, como consideraba que sucedía en el alrededor, calmado también, normal, lleno de logros y de dificultades. Entendía ese bienestar bastante parecido a la felicidad. Tampoco necesitaba otra, de modo que no gritó, no saltó, no bailaba ese absurdo waka --o como se llame--, ni abrió la puerta a los vecinos disfrazados que le chillaban y conminaban a beber un mal cava. Al contrario: miraba con otra cara, la de quien observa lo insólito, lo increíble si no fuera cierto, la misma que pone el sobrio cuando es obligado por la cuadrilla de borrachos a acompañarles para la última copa. Veía un pueblo eufórico, un pueblo rendido que podría ser conducido dócilmente --como entonces- a cualquier lugar o barranco desde donde despeñarse. Un pueblo que confundió palabras y se declaró masivamente "más feliz". Hoy, constatado el exceso y la carnavalada, duda otra vez de su propia felicidad y se pregunta si estará obligado a volver a las trincheras.