He pasado un estupendo día de descanso. Nada que ver con las minis vacaciones navideñas en las que es obligado moverse, viajar para pasar una noche y, de paso, demorar la partida un par de días con la intención de relajarte, pero no te relajas. Entras, sales, tomas copas, brindas, comes, te hinchas, vuelves a salir y a entrar y, ya como un globo, emprendes el camino de vuelta. Es el regreso a casa, al oasis, al silencio. Ilusión vana. Más encuentros y más comidas.

Leo lo escrito y, aunque suena a queja no lo es, en absoluto. Está bien compartir el tiempo con la familia, los compañeros y los amigos. Está muy bien, pero me agota. Acabo boqueando como el pez fuera del agua en busca de oxígeno. Necesito mi tiempo y mi espacio; siempre lo he necesitado, incluso cuando era niña y buscando silencio me encerraba en el cuarto de baño, la última frontera en la casa invadida.

Por eso, he pasado un estupendo día de descanso. Nada de festivos. Ha sido un día normal y corriente, entre semana, en el que no he trabajado. Hacía frío, mucho frío fuera, pero yo estaba en casa. Soy de camilla y brasero y en ese calorcito, con la falda remetida bajo los brazos, dediqué horas a la lectura y a la consulta. El cuenco de laca , el libro que estoy a punto de terminar, me llevó a examinar en internet el mapa de Vietnam, a localizar los distintos lugares de los que habla y a buscar información del periodo histórico en el que transcurre la novela y del que no tenía más que un conocimiento somero.

Y así, leyendo y buscando, aprendiendo y volviendo a aprender lo olvidado, al calor del brasero, he disfrutado de mi tiempo y de mi espacio.

Ha sido, realmente, un estupendo día de descanso.