En su reciente visita a Gran Bretaña, mientras Nicolas Sarkozy se reunía con Gordon Brown para sellar su entente fantástica, las primeras damas, Carla Bruni y Sarah Macaulay, fueron derivadas a un bonito acto benéfico. Quizá no sea exactamente así, quizá lo marque el protocolo, pero hay que reconocer que sonó a: "Nenas, dejadnos un ratito en paz y dedicaos a vuestras cosas mientras nosotros hablamos de lo importante". Los hombres, centrados en el poder, en el dinero, en las tropas. Sus esposas, proyectando una imagen de bondad, solidaridad y glamur. Ellos, matando al león; ellas, consolando a las crías.

Este rancio esquema no casa con la idea de una Europa moderna. ¿Por qué nadie conoce al marido de Angela Merkel y todos saben quién es la mujer de Sarkozy? ¿Es la primera dama-florero otra consecuencia del machismo globalizado? En España, afortunadamente, ni Carmen Romero (Felipe González) ni Sonsoles Espinosa (José Luis Rodríguez Zapatero) se han prestado a mantener un perfil alto en su vida pública. Tampoco parece que Elvira Fernández (Mariano Rajoy) esté mucho por la labor. La única primera dama activa que hemos tenido desde Carmen Polo de Franco ha sido Ana Botella, mujer de José María Aznar, quien nada más llegar a la Moncloa autorizó la entrada de la revista ¡Hola!

Como una coronación

Bien sabía Botella lo que hacía. La revitalización de la figura de la primera dama ha venido de la mano de la prensa del corazón, que ha visto como nadie el filón de Bruni, tras el poco juego que daban Danielle Mitterrand o Bernadette Chirac, o la displicencia de su antecesora directa, Cecilia Ciganer. "¿Primera dama? Me parece un tostón. Si quieres jugar a los Kennedy, yo no entro", le dijo ella a Sarzoky al principio de su mandato. El buscaba otra cosa. De hecho, no ha parado hasta encontrarla, aunque la consecuencia ha sido la caída en picado de su popularidad.

Cecilia se escapó de una cumbre del G8 en Alemania, eludió una comida con los Bush y no acudió a un acto donde iban a condecorarla por la liberación de las enfermeras búlgaras presas en Libia. Bruni, en cambio, asume su papel como si fuera una coronación. Ella sí quiere jugar a los Kennedy y emular a Jackie, la más famosa de las primeras damas, aunque otras lo intentaron y acabaron pareciéndose más a Imelda Marcos, coleccionista de zapatos con los que pisoteaba al pueblo filipino.

La primera dama-bananera sería otra modalidad, que podría estar representada por Lucy Kibaki, esposa del presidente de Kenia, quien se bajó del estrado el Día de la República y abofeteó al presentador por haberla anunciado como Wambui, apellido de la presunta amante del presidente. También por Olusegun Obasanjo, presidenta de Nigeria, fallecida en el 2005 en Marbella tras someterse a una cirugía estética mientras su pueblo se desangraba.

Más comprometida, la primera dama de Zambia, Maureen Mwanawasa, suele repartir condones femeninos en el mercado de Lusaka. Sirva este último ejemplo para comprender que la palabrabananero no tiene una intención de prescidio, ya que pueden encontrarse primeras damas-bananeras en el corazón de Europa: imposible olvidar el espectáculo de Silvio Berlusconi y su señora, Veronica Lario, aireando sus celos en la prensa.

En Suramérica, cuna del culebrón, pocas primeras damas se resisten a aprovecharse de las ínfulas que les otorga ser esposa de. Argentina es el único país donde dos primeras damas (Isabel Perón, en 1974, y Cristina Fernández de Kirchner, en la actualidad) han llegado a presidentas.

En México, Marta Sahagún (Vicente Fox) estuvo en el punto de mira de la corrupción, mientras que Margarita Zavala, esposa de Felipe Calderón, busca un hueco como la Bruni latina. Luego está Aguas Santas Ocaña, sevillana que se erigió en presidenta de Honduras en el 2002, cuento de hadas que acabó en desastre cuando descubrió las infidelidades de Ricardo Maduro. En el 2006, en ¡Hola! , anunció su separación.

Una brisa de cordura parece recorrer la figura de la primera dama en el bloque rojo de Suramérica. La brasileña Letícia da Silva, mujer de Lula, huye de los focos. El solterón Evo Morales ha nombrado primera dama de Bolivia a su hermana Esther, en las antípodas del glamur. Y Rafael Correa, presidente de Ecuador, es el primer mandatario que ha pedido que la figura de primera dama sea declarada nula por considerarla "anacrónica" y "sexista".

La distorsión de la figura de la primera dama ha sido progresiva. En EEUU, padres del invento, estar felizmente casado ha sido siempre un bastión de credibilidad política. Pero en un principio hubo primeras damas que mandaban de verdad. Edith Bolling, segunda esposa de Woodrow Wilson, participó activamente en las negociaciones de Versalles. Pero la reina estadounidense es aún Eleanor Roosevelt, primera dama durante cuatro legislaturas, quien convirtió su condición en una categoría del sistema político.

Angela Channing (Jane Wyman) podría haber gobernado la Casa Blanca con mano más firme que los viñedos de Falcon Crest, pero se divorció de Reagan y fue Nancy Davis, otra actriz, quien ocupó su lugar. Y luego llegó Hillary, aspirante a la presidencia. En la intimidad, antes o después de hablar catalán, Aznar se refería a Botella como "la Hillary española". Quizá la recatada Laura Bush debería ser su modelo, pero la ambición de la demócrata casa más con Botella. Michelle Obama (mujer de Barack) es un tarro por destapar.

El lado opuesto

En China, la primera dama es como si no existiera. Y no porque se hayan sumado a la propuesta del presidente ecuatoriano, sino porque el papel de la mujer es oficialmente sumiso. Y en Turquía, Hayrunnisa, esposa del islamista moderado Abdulá Gul, ha modernizado el velo islámico encargando un nuevo modelo a un diseñador neoyorquino.

Y hay damas consortes. Y damas con suerte. Y primeras damas que hacen lo que deben: aprovechar su condición para mejorar lo que puedan y no volverse locas con el cargo. Margaret Thatcher dijo: "Cualquier mujer que sepa llevar una casa, sabrá llevar un país". Bruni quizá no sepa llevar una casa, pero a Nicolas Sarkozy lo excantante y exmodelo lleva por donde quiere.