La permanencia de Rouco, durante nueve años, divididos en dos periodos (1999-2005 y 2008-2011), al frente de la CEE, ha alimentado el mimetismo en la jerarquía de la Iglesia española hasta extremos desconocidos desde que se reinstauró la democracia. El purpurado se ha empleado a fondo para hacer valer su influencia en el Vaticano y el puesto estratégico que ocupa en la congregación encargada de otorgar el nihil obstat a los nombramientos de obispos para hacer del episcopado español un traje cortado casi a medida.

Uno de los espejos donde se refleja mejor esa situación es en el País Vasco. En el último trienio Rouco ha impuesto dos prelados antinacionalistas en las diócesis de San Sebastián y Bilbao, frente a una tradición de cuatro décadas que dejaba que la designación de los dirigentes de la Iglesia vasca se cocinase en Euskadi. Aunque con un bagaje intelectual y estilos de gobierno muy diferentes, Juan Ignacio Munilla en Guipúzcoa y Mario Iceta en Vizcaya ejemplifican la voluntad de centralizar los nombramientos desde la CEE. Rouco no ha reparado en gastos a la hora de encumbrar a los suyos. También ha sido agradecido con los prelados que se han distinguido por su beligerancia con las políticas sociales de Zapatero, como la reforma del código civil que legalizó los matrimonios de personas del mismo sexo, como es el caso de Jesús Sanz, un asiduo de las manifestaciones antisocialistas que pasó de la diócesis de Huesca al arzobispado de Oviedo.

El último mandato de Rouco se ha caracterizado por la distensión con el Gobierno impuesta por el secretario de Estado del Vaticano, Tarcisio Bertone. Hastiados de recibir una bofetada cada vez que ponían la mejilla, Zapatero, que bajo el mandato de Blázquez mejoró el modelo de financiación de la Iglesia a través del IRPF, optó hace tiempo por puentear a los obispos. La anterior vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, se convirtió en una avezada interlocutora con la Santa Sede y sus esfuerzos se vieron recompensados.