Me tiene fascinada el abuso del móvil. Sin él, los viajes no serían lo mismo. Tú subes al tren pensando que vas a poder leer tranquila, pero se te sienta al lado un adorador del móvil, y ya puedes despedirte del libro. Sin ningún pudor, tu compañero va desgranando infidelidades, amores y desengaños creyéndose solo en el vagón. Sin ti me mato, cari, dice a su interlocutor, y ante esa frase, cómo seguir intentando enfrascarse en la lectura. También me gustan quienes avisan en estéreo de las próximas estaciones. No bien lo acaban de anunciar por megafonía cuando ellos telefonean para decir por dónde están pasando. Así es imposible despistarse. Lo mismo sucede en los autobuses. El conductor apaga la luz sin dar opción a los que queremos leer, pero no hay que preocuparse por el aburrimiento, porque enseguida el aire se llena de conversaciones que deberían ser privadas y se convierten en públicas. Dan ganas de intervenir, quitarle el teléfono al maleducado y aconsejar al que escucha que deje a un energúmeno semejante. O que le quiera de una vez, pero que haga algo para que se calle. A veces me he dormido acurrucada por problemas ajenos y he despertado sobresaltada por tonos, politonos o sonidos supuestamente graciosos. Que ya estamos llegando, mama. ¿Qué tal día hace ahí? Casi se echa de menos aquellos tiempos en que había que cerrar los ojos simulando estar dormida, para que el pesado de turno no te hablara. Ahora casi agradecerías que lo hiciera, con tal de que dejara de contar indiscreciones a voces. La prohibición de fumar debería extenderse también a los móviles. Los oyentes pasivos lo agradeceríamos mucho.