Vivimos en un país en el que cualquier suceso feliz se celebra comiendo. Que apruebas una oposición, pues invitas a toda la familia, amigos y hasta a los miembros del tribunal si se tercia. Y no a lechuguita y pescado hervido, no, sino a ingentes cantidades de caldereta, por ejemplo, y a cañas antes, y a postres hipercalóricos después. Un día es un día, decimos, sabiendo que no es verdad, y si no, apunten: celebramos despedidas de soltero, bodas y tornabodas y los novios se despiden con la boca llena de perrunillas. Las comuniones se convierten en puestas de largo con mil invitados, los bautizos ni te cuento, y desde abril a marzo, nos dejamos el estómago en chiringuitos, ferias y romerías múltiples, cada una con su dulce típico. Es más, el nacimiento de Cristo y su muerte nos sirven para pasar del turrón a las torrijas con tres meses de diferencia.

Entonces, a qué viene ahora lo de echarse las manos a la cabeza porque seamos uno de los países con mayor índice de población obesa. Nos espantamos porque un niño asturiano abulte lo que sus abuelos, y hacemos aspavientos ante las cifras de colesterol y de enfermedades coronarias. Lo raro es que nuestras arterias no nos hayan rodeado el cuello para ahogarnos mientras engullimos alguna de las miles de chucherías que se venden en cualquier tienda.

En nuestro país, por suerte o por desgracia, la comida se convierte en una fiesta. Pero tristemente es un lujo en el mundo en que vivimos. Tiene narices que el exceso mate más que la escasez. Qué difícil el término medio. Aquí, como en las siete y media, siempre perdemos. Unos por carta de más. Otros por carta de menos.