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VOCES DE PESADILLA

Lejos quedaron las misas de doce y los trajes endomingados por las calles mayores de pueblos, aldeas y casi ciudades. Ahora las avenidas son pura melancolía de tan desoladas como están

XLxos domingos son tan sagrados, que no me caso con nadie. Son tan míos, que tendría que salir el sol por Antequera para permitirle a cualquiera que pusiera un solo pie en ellos. Supongo que, porque ya los sábados se me antojan cansinos y pueriles y por lo mismo dejaron de ser los festivos una cura de bilis y sueño. Hace ya algún tiempo que los espero agazapados en un chándal discretito y un café que me sabe a promesas.

La ciudad no disimula la resaca mortal de los excesos, y la carretera que se adelanta desde mi casa es puro vómito de cansancio y alquitrán. No se oye nada ni a nadie. Los coches dormitan en las cocheras y la humanidad más carrozona en casas de campo perfumadas de barbacoas.

Servidor se baja brioso como un rey en su reino. Se va al horno para emparedarse de pan recién tostadito y 200 kilos de prensa entre deuvedés y compas , semanales y diarios. La calle es mía y que se jodan los paisanos de Estopa. "Esto es Europa", me digo, cuando todos con nuestros chandalitos hacemos la pequeña cola, entre educados "Buenos días, buenos días". Lejos quedaron las típicas misas de doce y los trajes endomingados por las calles mayores de pueblos, aldeas y casi ciudades. Ahora las avenidas son pura melancolía de tan desoladas que están y servidor se recrea pensando que es el único superviviente que queda en ellas.

El orgasmo es inminente por tanto paraíso y para mí solo, si no fuera por el pequeño detalle que le falta al decorado: las cañitas y sus tapas.

Raudo y veloz, impaciente y exultante, el protagonista --o sea, yo-- busca el bar perfecto y tranquilo para comerse a la prensa, que no a la presa. Craso error. Sólo con abrir la puerta del garito, uno comprende que el gobierno te ha mentido todo el tiempo, que ni todo va bien ni la natalidad es tan baja, al menos que todos los niños paridos en los últimos años estén allí.

Las madres escupen calamares por la boca mientras se quejan de lo jartas que están de este sin vivir, por las criaturitas, desde que se levantan hasta que se acuestan. Ellos, los padres, se hacen el longui, entre las voces de pesadilla, que bastante tienen con lo que le pasó al Betis o al Real Madrid. Y es entonces cuando se te revuelven, otra vez, las tripas y calibras el cinismo del citado gobierno, cuando habla de la vivienda.

Despejando de calamares tu periódico, te preguntas: ¿Por qué éstos no tienen también los chales perfumaditos de barbacoa? Todo son voces, chillos, insultos a la madre de los niños o a las madres del portero. Mientras, David Bisbal hiere la escena más con su bulería. Una retirada a tiempo es una victoria.

Desandas la carretera cansina hacia tu casa, herido por la ingenuidad de haber creído demasiado en la falsa y aparente transformación que suponían los adosados. No hay marcha atrás: un país de voces como el nuestro que apenas nada tiene que decir; un país de gritos para asustar a los gritos de los demás.

Lo peor de ello es que parece que es la normalidad, que invadir y violar el espacio de tus tímpanos no es más que un peaje por encontrarte casualmente con otros conciudadanos, que son los demás. De tragar como testigo forzoso el simple ceremonial de entrar en un espacio público que no significa otra cosa.

Este verano, en una terraza de la capital extremeña y alejados de los padres unas cuantas mesas, unas criaturitas rondaban por nuestra mesa como si de un tiovivo se tratase. Tal fue mi mala leche, que por mi sola mirada, una de las madres me espetó: "Son solamente niños". Con más cabreo todavía, le respondí: "Pero suyos, señora, suyos".

*Autor teatral

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