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Ojos que hablan

TStucedió hace más de diez años. Yo vivía en un viejo apartamento de soltero con paredes finas en el centro de la ciudad. Podía oírse todo lo que se decían los vecinos de al lado. El problema es que no hablaban, sino que 'berreaban'. No había entre ellos diálogo, solo violencia verbal. Era como una lucha, una suerte de intercambio de insultos, de falta de respeto 'in crescendo', de palabras cada vez más altas en una especie de competición entre ellos. En medio de esa agonía de la pareja se oía llorar a un niño de apenas unos meses. No era normal que un bebé llorase tanto y tanto tiempo. Era un lamento desesperado, lastimero, que se enardecía durante las peleas y los gritos de sus progenitores. Había momentos de paz, sí. Y curiosamente coincidían con la extensión por todo el edificio a través del ascensor y los respiraderos del cuarto de baño de un aroma fuerte, a planta seca, a sahumerio. Después, volvían los llantos, los gritos, las broncas, los golpes encima de la mesa.

A veces veía a la madre del niño comprando el pan con una sonrisa de muñeco en la cara, los ojos hundidos, las pupilas dilatadas y ojeras violáceas, en contraste con los ojos del pequeño, humedecidos por las lágrimas, como queriéndome contar sin palabras un drama oculto que se iba marcando a fuego en su pequeña alma.

Un día dejaron de oírse los gritos a horas intempestivas. Llegó el silencio de improviso. Aquel matrimonio se había vuelto al pueblo con los abuelos, al parecer tras fracasar la tienda de chucherías de la que malvivían. A pesar de que hace ya muchos años de eso, sigo soñando con ese niño que me miraba pidiendo auxilio con sus diminutos ojos verdes. Refrán: Hay que darle al niño malo, más amor y menos palo.

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