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Odio luego existo

Cada vez que Estados Unidos sufre un atentado terrorista hay alguien se alegra públicamente de la matanza masiva al tiempo que despliega, a modo de mezquina justificación, la consabida lista de maldades del país norteamericano. Ocurrió con los atentados de las Torres Gemelas y ha ocurrido ahora con el de Boston.

Nos encontramos, pues, con dos problemas: por una parte esos criminales que generan muerte y desolación, y por otra los ciudadanos que desde el cómodo sofá se frotan las manos mientras aún están esparcidos en fango ajeno los ensangrentados cadáveres. Ambas facciones se comportan de esta manera envenenados por el odio y ambas suponen un cáncer para las sociedades democráticas, porque se retroalimentan entre sí. La gran diferencia es que los primeros toman las armas y los segundos se limitan a celebrarlo.

La Historia nos enseña que el ser humano es un gran maestro a la hora de impartir lecciones de odio que un sector de la ciudadanía interioriza y desarrolla sin problemas éticos. El mayor mérito del nazismo no fue su programa político --casi inexistente-- sino su capacidad de darles a los alemanes grandes dosis de odio con las que sufragar sus frustraciones. Así que estamos de suerte: siguiendo el consejo de nuestros mayores, siempre habrá alguien a quien odiar, sean judíos, negros, masones, comunistas, liberales, musulmanes... Todos ellos son proclives a recibir los dardos de nuestro odio por el pecado de ser distintos a nosotros, por pensar diferente o tener otras costumbres. Hay un tercer sector culpable de este odio: quienes están en contra de él pero contemporizan por miedo a molestar.

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